Martes, 28 de Noviembre de 2023
<<A la búsqueda de esa hora futura en la que la libertad sea protagonismo de los ciudadanos>>
Artículos - Editorial - El búho ante el espejo
23/07/2014

¿República o monarquía?


por Antonio Colomer Viadel


Corren aires de polémica en algunos sectores apasionados de la política española y la urgencia vital de responder a esta pregunta del título. Nuestros vecinos de las monarquías europeas, estables y desarrolladas, se preocupan más de cuestiones educativas o de calidad de vida que de un régimen político u otro. Algo parecido podríamos decir de las repúblicas de allende el Atlántico que pese a todas las turbulencias ni se les ocurre el posible retorno a un régimen monárquico aunque los brasileños llegaron a votar sobre esta posibilidad a raíz de su constitución de 1988, pero confirmando mayoritariamente la opción republicana.
En la teoría pura democrática es evidente que todos los puestos públicos de carácter político deben someterse a la legitimidad de la elección popular y en consecuencia la republica sería el régimen ideal.
Ahora bien, hace 2500 años, Aristóteles, cuando estableció las categorías clásicas de los regímenes políticos y fijó esa clasificación de monarquía, aristocracia y democracia, y a su vez sus correspondientes degeneraciones o perversiones, en forma de tiranía, oligarquía y demagogia, nos dijo al final que, en la práctica, lo que se impone es una fórmula mixta –mezcla de oligarquía y democracia- que el definió como república. ¿Y en qué consistía esta fórmula según el viejo Aristóteles? Pues en un régimen en el que en realidad gobernaban unos pocos – y no los mejores- pero sometidos periódicamente al voto democrático del pueblo que implicaba una rotación o alternancia en el gobierno de las élites. ¿A caso no nos suena esta música de la formula aristotélica de República como algo muy actual?
Es cierto que las monarquías absolutas, con su modo de concentración de poder y su uso y abuso de ese poder, han dado lugar a episodios terribles de la historia humana. Algo parecido podíamos decir también de experiencias republicanas con dictadores encubiertos bajo capa democrática y verdaderas guardias pretorianas que solo servían los intereses de sus amos, con menosprecio de las mayorías populares.
Mucho antes que Locke y Rousseau hablaran del interés general y el gobierno civil de los pueblos soberanos, en la Universidad de Salamanca del siglo XVII, Francisco Suarez escribió un libro excepcional, “De las leyes”, en la que estableció toda una doctrina sobre la soberanía por la cual los príncipes estaban sometidos a una doble legitimidad, de origen y de ejercicio. Por la primera el poder, -que aquel sacerdote, en aquella época no podía negar que tuviera su origen divino-, solo llegaba al príncipe a través de la intermediación del pueblo. A demás, la legitimidad de ejercicio implicaba que si príncipes y reyes no servían al bien común y le anteponían los beneficios de su interés particular o de los intereses de las oligarquías de turno, podían ser desobedecidos por el pueblo porque habían perdido la legitimad que solo ese servicio al bien común les otorgaba.
La evolución de las monarquías en nuestro tiempo ha implicado la fórmula de las monarquías parlamentarias por la cual, en realidad, el papel del monarca es un tanto simbólico y todos sus actos como jefe del Estado deben ser refrendados por el gobierno nacido de la mayoría parlamentaria para que sean obedecidos por los funcionarios y los ciudadanos.
En pura lógica pareciera que al debilitarse los poderes propios del monarca la institución real debía perder su razón de ser, pero no ha ocurrido así y esta aparente paradoja se explica, como ha señalado Marcel Prelot, por el hecho de que el régimen parlamentario ha permitido conciliar dos elementos teóricamente antinómicos: la forma monárquica en la cumbre y la impulsión democracia en la base.
Raymond Fusilier, autor de una obra clásica sobre las monarquías parlamentarias, recogió el testimonio del ministro socialista belga Spaak que se declaraba republicano de tradición y monárquico de experiencia y señalaba que “en la democracia hay algo un tanto débil y peligroso. Es la inestabilidad del poder. Es necesario colocar en la cumbre del poder un rey que representa la tradición y la continuidad”.
Ese papel de símbolo de la unidad y permanencia del Estado que vincula a la figura del rey el artículo 56 de la constitución española de 1978, podría tener relación con aquella clásica definición de Bagehot sobre la constitución inglesa que fijaba tres derechos del rey: derecho de saber, derecho de animar y derecho de advertir.
Es curioso que en la Constitución española se señale que el rey arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones. Esta fórmula que en el plano coloquial pudiera tener algo que ver con ese derecho de animar y advertir del monarca británico, sin embargo en el estricto rigor del lenguaje jurídico constitucional pudiera corresponder a un poder moderador del Monarca por el cual éste actuara solo, sin necesidad de refrendo ministerial, es decir, de la autorización por el gobierno democrático. Ese poder neutro o moderador cuyo inspirador doctrinal fue en el siglo XIX Benjamin Constant, se reflejó tanto en la Constitución imperial brasileña de 1824 como en la portuguesa de 1826 e implicaba verdaderas facultades del Monarca para actuar según su único criterio en algunas materias constitucionalmente relevantes.
En el primer proyecto de la Constitución española se pretendió en realidad establecer una Monarquía constitucional con un poder autónomo del monarca como verdadero poder moderador, según denuncié en mi libro “los liberales y el origen de la monarquía parlamentaria en España”, lo que implicaba plena libertad del Monarca para proponer el candidato a Presidente de Gobierno o dejar a su exclusivo criterio el momento y ocasiones de presidir el Consejo de Ministros, entre otras cosas. La revisión de esta deriva del modelo imperial brasileño del siglo XIX se hizo con alguna chapuza que otra. Así, por ejemplo, incorporando el refrendo del Presidente del Congreso de los Diputados a la propuesta del rey de candidato a Presidente de Gobierno que debía ser investido por ese Congreso.
El Presidente de la Cámara baja que acababa de ser elegido por la mayoría parlamentaria no iba a refrendar ninguna propuesta que no reflejara esa situación de la mayoría. Se llegó a una verdadera ridiculez gramatical en la rectificación de la competencia, g del artículo 62 de la Constitución sobre la presidencia del Consejo de Ministros por el Monarca que ha quedado en esta fórmula realmente absurda: “Ser informado de los asuntos de Estado y presidir, a estos efectos, las sesiones del Consejo de Ministros, cuando lo estime oportuno, a petición del presidente de gobierno”. ¿O es cuando lo estima oportuno o es cuando lo pide el Presidente de Gobierno?
En la práctica posiblemente esa moderación queda como ese buen hacer amistoso de estimular o animar, sin que tenga ninguna consecuencia jurídica constitucional. Es evidente que el papel de simbólico de unidad y permanencia así como la más alta representación del Estado en las relaciones internacionales, siempre como actos debidos, sometidos al refrendo ministerial, son, sin embargo, social y políticamente valiosos y destacados.
Por ello la alternativa es la práctica política no tiene demasiado sentido, porque, sin lugar a dudas, sería mejor una Monarquía estable que garantice una convivencia democrática autentica que una Rpública convulsa en donde las distintas camarillas se disputaran de forma violenta el asalto al poder.
Queda en el horizonte ideal una República armoniosa que eligiera en su cabeza al mejor de sus ciudadanos- o ciudadanas, ojo al género- y garantizase un régimen pacifico de libertades y derechos, en un orden justo de bienestar.
La cuestión es otra la alternativa, entre cultura de paz y cultura de violencia y las medidas para garantizar la primera y si entre estas medidas la forma de la jefatura del estado puede operar en un sentido o en otro.
El valor de la paz, como ya dijo Don Quijote en el discurso de las letras y las armas, es el valor supremo y la definición de paz que en la Roma clásica hizo Cicerón como la libertad tranquila sigue siendo un ideal irrenunciable.
Es cierto que la paz necesita también justicia y justicia no solo en el orden político sino en el social y en el económico. De no existir ella estaríamos en un desequilibrio desintegrador muy peligroso.
Un joven economista francés que ha saltado en los últimos tiempos a la fama, Thomas Piketty, en su obra “El capital en el siglo XXI”, señala que…”para que la Republica sea social hay que democratizar la economía; que es urgente desarrollar instituciones verdaderamente democráticas con nuevos modos de participación colectiva en las decisiones y de reapropiación de la economía”.
Sobre todo ello –la democracia política no existe sin democracia económica- venimos escribiendo desde hace más de 30 años en nuestra Revista Iberoamericana de Autogestión y Acción Comunal, del INAUCO (http://www.ridaa.es).
Una estrategia “reforvolucionaria” – como escribí al inaugural la editorial La Hora de Mañana, en las vísperas de aquellas primeras elecciones democráticas en España, de Junio de 1977, es decir una estrategia de reformas que fueran peldaños ya irrenunciables de transformación, es por la que hay que apostar.
Que se quieran hacer olvidar estos objetivos distrayendo a la buena gente con el problema de Monarquía o República, que no es lo más urgente, es una nueva trampa.
Por el otro lado un joven Rey –o unos jóvenes Reyes- de buena fe y voluntad, servidor y servidores sinceros del bien común ¿no pueden ser unos aliados del pueblo contra los poderosos y las oligarquías de turno? Si se reconoce esa doble legitimidad de origen y de ejercicio, en el pueblo y para el pueblo ¿no habría que darles un margen de confianza?
En el otoño tendremos que escribir la segunda parte de este Búho ante el Espejo y ante el asombro pícaro que representa su mirada, abordar esa dialéctica entre la cultura de paz y la cultura de violencia. Tal antagonismo esgrimido por algunos enmascara intereses bastardos para someter a los débiles y descubrir una especie de neoesclavitud sutil por vía de imperativos de la competitividad internacional. Pareciera una estrategia sincronizada con esta otra de romper nuestro país en una desintegración controlada, al servicio de nuevas oligarquías periféricas que no entienden otra justicia que la de perpetuarse en sus poltronas de sátrapas de cabeza de ratón, engañando a las buenas gentes, por medio de los sentimientos de amor a su tierra, de la que ellos se presentas como iluminados salvadores.






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