Corren aires de polémica en
algunos sectores apasionados de la política española y la urgencia vital de
responder a esta pregunta del título. Nuestros vecinos de las monarquías
europeas, estables y desarrolladas, se preocupan más de cuestiones educativas o
de calidad de vida que de un régimen político u otro. Algo parecido podríamos
decir de las repúblicas de allende el Atlántico que pese a todas las
turbulencias ni se les ocurre el posible retorno a un régimen monárquico aunque
los brasileños llegaron a votar sobre esta posibilidad a raíz de su
constitución de 1988, pero confirmando mayoritariamente la opción republicana.
En la teoría pura democrática es
evidente que todos los puestos públicos de carácter político deben someterse a
la legitimidad de la elección popular y en consecuencia la republica sería el
régimen ideal.
Ahora bien, hace 2500 años, Aristóteles,
cuando estableció las categorías clásicas de los regímenes políticos y fijó esa
clasificación de monarquía, aristocracia y democracia, y a su vez sus
correspondientes degeneraciones o perversiones, en forma de tiranía, oligarquía
y demagogia, nos dijo al final que, en la práctica, lo que se impone es una fórmula
mixta –mezcla de oligarquía y democracia- que el definió como república. ¿Y en
qué consistía esta fórmula según el viejo Aristóteles? Pues en un régimen en el
que en realidad gobernaban unos pocos – y no los mejores- pero sometidos
periódicamente al voto democrático del pueblo que implicaba una rotación o
alternancia en el gobierno de las élites. ¿A caso no nos suena esta música de
la formula aristotélica de República como algo muy actual?
Es cierto que las monarquías absolutas,
con su modo de concentración de poder y su uso y abuso de ese poder, han dado
lugar a episodios terribles de la historia humana. Algo parecido podíamos decir
también de experiencias republicanas con dictadores encubiertos bajo capa
democrática y verdaderas guardias pretorianas que solo servían los intereses de
sus amos, con menosprecio de las mayorías populares.
Mucho antes que Locke y Rousseau
hablaran del interés general y el gobierno civil de los pueblos soberanos, en
la Universidad de Salamanca del siglo XVII, Francisco Suarez escribió un libro
excepcional, “De las leyes”, en la que estableció toda una doctrina sobre la
soberanía por la cual los príncipes estaban sometidos a una doble legitimidad,
de origen y de ejercicio. Por la primera el poder, -que aquel sacerdote, en
aquella época no podía negar que tuviera su origen divino-, solo llegaba al
príncipe a través de la intermediación del pueblo. A demás, la legitimidad de
ejercicio implicaba que si príncipes y reyes no servían al bien común y le anteponían
los beneficios de su interés particular o de los intereses de las oligarquías
de turno, podían ser desobedecidos por el pueblo porque habían perdido la legitimad
que solo ese servicio al bien común les otorgaba.
La evolución de las monarquías en
nuestro tiempo ha implicado la fórmula de las monarquías parlamentarias por la
cual, en realidad, el papel del monarca es un tanto simbólico y todos sus actos
como jefe del Estado deben ser refrendados por el gobierno nacido de la mayoría
parlamentaria para que sean obedecidos por los funcionarios y los ciudadanos.
En pura lógica pareciera que al
debilitarse los poderes propios del monarca la institución real debía perder su
razón de ser, pero no ha ocurrido así y esta aparente paradoja se explica, como
ha señalado Marcel Prelot, por el hecho de que el régimen parlamentario ha
permitido conciliar dos elementos teóricamente antinómicos: la forma monárquica
en la cumbre y la impulsión democracia en la base.
Raymond Fusilier, autor de una
obra clásica sobre las monarquías parlamentarias, recogió el testimonio del
ministro socialista belga Spaak que se declaraba republicano de tradición y
monárquico de experiencia y señalaba que “en la democracia hay algo un tanto
débil y peligroso. Es la inestabilidad del poder. Es necesario colocar en la
cumbre del poder un rey que representa la tradición y la continuidad”.
Ese papel de símbolo de la unidad
y permanencia del Estado que vincula a la figura del rey el artículo 56 de la
constitución española de 1978, podría tener relación con aquella clásica
definición de Bagehot sobre la constitución inglesa que fijaba tres derechos
del rey: derecho de saber, derecho de animar y derecho de advertir.
Es curioso que en la Constitución
española se señale que el rey arbitra y modera el funcionamiento regular de las
instituciones. Esta fórmula que en el plano coloquial pudiera tener algo que
ver con ese derecho de animar y advertir del monarca británico, sin embargo en
el estricto rigor del lenguaje jurídico constitucional pudiera corresponder a
un poder moderador del Monarca por el cual éste actuara solo, sin necesidad de
refrendo ministerial, es decir, de la autorización por el gobierno democrático.
Ese poder neutro o moderador cuyo inspirador doctrinal fue en el siglo XIX
Benjamin Constant, se reflejó tanto en la Constitución imperial brasileña de
1824 como en la portuguesa de 1826 e implicaba verdaderas facultades del Monarca
para actuar según su único criterio en algunas materias constitucionalmente relevantes.
En el primer proyecto de la Constitución
española se pretendió en realidad establecer una Monarquía constitucional con
un poder autónomo del monarca como verdadero poder moderador, según denuncié en
mi libro “los liberales y el origen de la monarquía parlamentaria en España”,
lo que implicaba plena libertad del Monarca para proponer el candidato a Presidente
de Gobierno o dejar a su exclusivo criterio el momento y ocasiones de presidir
el Consejo de Ministros, entre otras cosas. La revisión de esta deriva del
modelo imperial brasileño del siglo XIX se hizo con alguna chapuza que otra. Así,
por ejemplo, incorporando el refrendo del Presidente del Congreso de los
Diputados a la propuesta del rey de candidato a Presidente de Gobierno que debía
ser investido por ese Congreso.
El Presidente de la Cámara baja
que acababa de ser elegido por la mayoría parlamentaria no iba a refrendar
ninguna propuesta que no reflejara esa situación de la mayoría. Se llegó a una
verdadera ridiculez gramatical en la rectificación de la competencia, g del artículo
62 de la Constitución sobre la presidencia del Consejo de Ministros por el Monarca
que ha quedado en esta fórmula realmente absurda: “Ser informado de los asuntos
de Estado y presidir, a estos efectos, las sesiones del Consejo de Ministros,
cuando lo estime oportuno, a petición del presidente de gobierno”. ¿O es cuando
lo estima oportuno o es cuando lo pide el Presidente de Gobierno?
En la práctica posiblemente esa moderación
queda como ese buen hacer amistoso de estimular o animar, sin que tenga ninguna
consecuencia jurídica constitucional. Es evidente que el papel de simbólico de
unidad y permanencia así como la más alta representación del Estado en las
relaciones internacionales, siempre como actos debidos, sometidos al refrendo
ministerial, son, sin embargo, social y políticamente valiosos y destacados.
Por ello la alternativa es la práctica
política no tiene demasiado sentido, porque, sin lugar a dudas, sería mejor una
Monarquía estable que garantice una convivencia democrática autentica que una Rpública
convulsa en donde las distintas camarillas se disputaran de forma violenta el
asalto al poder.
Queda en el horizonte ideal una República
armoniosa que eligiera en su cabeza al mejor de sus ciudadanos- o ciudadanas,
ojo al género- y garantizase un régimen pacifico de libertades y derechos, en
un orden justo de bienestar.
La cuestión es otra la
alternativa, entre cultura de paz y cultura de violencia y las medidas para
garantizar la primera y si entre estas medidas la forma de la jefatura del
estado puede operar en un sentido o en otro.
El valor de la paz, como ya dijo
Don Quijote en el discurso de las letras y las armas, es el valor supremo y la
definición de paz que en la Roma clásica hizo Cicerón como la libertad
tranquila sigue siendo un ideal irrenunciable.
Es cierto que la paz necesita
también justicia y justicia no solo en el orden político sino en el social y en
el económico. De no existir ella estaríamos en un desequilibrio desintegrador
muy peligroso.
Un joven economista francés que
ha saltado en los últimos tiempos a la fama, Thomas Piketty, en su obra “El
capital en el siglo XXI”, señala que…”para que la Republica sea social hay que
democratizar la economía; que es urgente desarrollar instituciones verdaderamente
democráticas con nuevos modos de participación colectiva en las decisiones y de
reapropiación de la economía”.
Sobre todo ello –la democracia política
no existe sin democracia económica- venimos escribiendo desde hace más de 30
años en nuestra Revista Iberoamericana de Autogestión y Acción Comunal, del
INAUCO (
http://www.ridaa.es).
Una estrategia “reforvolucionaria”
– como escribí al inaugural la editorial La Hora de Mañana, en las vísperas de
aquellas primeras elecciones democráticas en España, de Junio de 1977, es decir
una estrategia de reformas que fueran peldaños ya irrenunciables de
transformación, es por la que hay que apostar.
Que se quieran hacer olvidar
estos objetivos distrayendo a la buena gente con el problema de Monarquía o República,
que no es lo más urgente, es una nueva trampa.
Por el otro lado un joven Rey –o unos
jóvenes Reyes- de buena fe y voluntad, servidor y servidores sinceros del bien común
¿no pueden ser unos aliados del pueblo contra los poderosos y las oligarquías de
turno? Si se reconoce esa doble legitimidad de origen y de ejercicio, en el pueblo
y para el pueblo ¿no habría que darles un margen de confianza?
En el otoño tendremos que
escribir la segunda parte de este Búho ante el Espejo y ante el asombro pícaro
que representa su mirada, abordar esa dialéctica entre la cultura de paz y la
cultura de violencia. Tal antagonismo esgrimido por algunos enmascara intereses
bastardos para someter a los débiles y descubrir una especie de neoesclavitud
sutil por vía de imperativos de la competitividad internacional. Pareciera una
estrategia sincronizada con esta otra de romper nuestro país en una
desintegración controlada, al servicio de nuevas oligarquías periféricas que no
entienden otra justicia que la de perpetuarse en sus poltronas de sátrapas de
cabeza de ratón, engañando a las buenas gentes, por medio de los sentimientos
de amor a su tierra, de la que ellos se presentas como iluminados salvadores.