Antonio Colomer Viadel
Catedrático de Derecho Constitucional (J) de la
Universidad Politécnica de Valencia
Me
llena de asombro la ligereza con que algunos dirigentes políticos creen que
alegremente, sin ningún costo, se puede despedazar un Estado nacional con más
de 500 años de existencia en Europa.
Recordaba,
precisamente, que hace 155 años el presidente Abraham Lincoln pronunciaba su
discurso de investidura en el Congreso de los Estados Unidos (4 de marzo de
1861), y sólo hacía 85 años de la independencia de este país, y 74 años de la
aprobación de su primera y hasta ahora
vigente Constitución.
Lincoln
será recordado por el que consigue la abolición de la esclavitud y ciertamente,
en su mandato, se aprueba la XIII enmienda a la Constitución que declara esa
abolición, pero antes estaba dispuesto, para conservar la Unión, a que en
algunos estados del sur se mantuviera la esclavitud de los negros y poco a poco
se pagara a sus propietarios la liberación de estos.
La
lucha titánica de Lincoln era mantener esa Unión que jamás podía romperse. Fue
una terrible responsabilidad para un solo hombre, y él la asumió… De modo que no sólo reconstruyó la Unión, sino que además, creó un país
enteramente nuevo, a su propia imagen, que se encuentra un siglo y medio
después, a la cabeza del mundo.
En
aquel discurso de investidura, declaró: “Sostengo que de acuerdo con la ley
universal y la que emana de la Constitución, la Unión de estos Estados es perpetua.
La perpetuidad está implícita, cuando no expresa, en la Ley fundamental de
todos los Gobiernos Nacionales”.
Y
añadiría, en otro párrafo, un argumento interesante: “ Si una minoría… prefiere
la secesión a la aceptación, creará un precedente que a su vez la dividirá y
arruinará, puesto que cualquiera de sus propias minorías podrá separarse cada
vez que la mayoría se niegue a ser dominada por esa minoría”.
Y
termina con un llamamiento dramático a sus compatriotas: “Vosotros no habéis
registrado en el cielo el juramento de destruir el Gobierno, en tanto que yo he
jurado solemnemente preservarlo, protegerlo y defenderlo. A vosotros, y no a
mí, toca responder a la grave pregunta: ¿tendremos la paz, o la espada?”
Sabemos
la historia subsiguiente de una Guerra Civil terrible, con miles de muertos
entre hermanos. Ciertamente, ahora las circunstancias no son las mismas pero
tampoco es igual despedazar a un Estado centenario en donde tantas generaciones
han sufrido juntas y han levantado juntas su destino y donde, además, la
relación entre constitucionalismo y solidaridad implica la construcción de un
equilibrio de cohesión social irreversible; en donde, por más que se debilite o
varíen en el tiempo y en el espacio esos lazos, existe siempre un impulso
solidario que no se extingue y que da pie a voluntades de incremento de tales
lazos sociales; a esa solidaridad fáctica favorecida por el derecho.
Es
cierto que el giro solidarista se incrementa en las graves crisis o
catástrofes, ellas deben ser un acicate para el incremento de la solidaridad.
La educación puede ser también un instrumento formidable para favorecer los
hábitos solidarios frente a otros comportamientos egoístas y mezquinos.
Contemporáneo
de Lincoln fue en nuestro país Juan Prim, el político y militar catalán que
alcanzó la presidencia del gobierno y encabezó la llamada revolución Gloriosa,
para la regeneración de la vida política española, que tuvo su respaldo
constitucional en el texto progresista de 1869. Juan Prim -en 1866- el año
siguiente de que Lincoln ganara la Guerra Civil, mantuviera la Unión y fuera
asesinado por un fanático secesionista- dirige un Manifiesto a los españoles en
donde les propone esa regeneración de la vida política y, sobre todo, como
supremo fin, la concordia entre todos los españoles.
Es
curioso que otro político catalán, Francisco Cambó, amante de su tierra catalana,
y ministro en el Gobierno nacional español de Antonio Maura, en 1918, da una
conferencia en Barcelona, en 1923 con el título “Por la concordia” en donde
rechaza tanto los radicalismos exclusivistas de las tesis separatistas como de
las asimiladoras, sin respeto al pluralismo y a la riqueza de la diversidad.
Aquella
solidaridad que en forma de concordia fue defendida por Prim y Cambó –y Prim
pagó con su vida, por la acción fanática de otros intransigentes- es lo que
hace crecer a un país antiguo que practica el apoyo mutuo y la cooperación
desde la diversidad pero sabiendo lo mucho que nos une desde hace siglos y la
fidelidad a ese legado histórico y al proyecto sugestivo de vida en común que
debemos crear, desde el respeto a la justicia.
Existe
una tremenda responsabilidad en esta hora de dirigentes liliputienses y
egoístas, encerrados en sus covachuelas, acordes con su tamaño, incapaces de
cualquier concordia mutual con los demás. Solo encerrándose sobre si mismos
encuentran la placidez del aislamiento.
Tienen,
ciertamente, una tremenda responsabilidad, la de haber emponzoñado el corazón
de algunas gentes, provocando en ellos odio y ensañamiento contra todo lo ajeno
a su mundo cerrado. Esta acción sin sentido puede provocar que algunos sean
arrastrados a convertirse en carne de cañón, sin salida. Luego nos dirán que no
era esto lo que ellos querían, sino un simple regalo, sin riesgos, desde la
fragmentación de España. Irán a exilios dorados o alcanzar la aureola de
mártires heroicos, por leves periodos de detención.
Este
es un juego frívolo que no nos podemos permitir y aquellos que reclaman la
lucha contra injusticias aún tienen menos autoridad moral para justificar en
ellas un tal quebranto.
Luchemos
contra las injusticias desde esa bandera de la concordia solidaria. Combinemos
los principios de libertad, justicia, autonomía, vertebrados por la
solidaridad, con la unidad.
¿Por
qué no sentir la alegría de la reciprocidad de dones, por la que los
territorios y las gentes que tengan más recursos ayuden a los que tengan menos?