Se dice que desde fuera del planeta Tierra el único monumento
que puede observarse en su superficie es la Gran Muralla China. Al parecer, el
mandarín Trump quiere emular tal hazaña con un esfuerzo ciclópeo aunque se
quede en poco menos de la tercera parte con esos 2000 kilómetros del muro de
costa a costa, entre Estados Unidos y México.
Los mexicanos serían
los mongoles del siglo XXI y la muralla, eso sí, más alta que aquella que alzó
el viejo Imperio.
Otra de las perversidades del poder autocrático consiste en
las deportaciones masivas de pueblos enteros, y sin remontarnos a tiempos más
antiguos podríamos recordar el traslado forzoso que Stalin decidió para
tártaros, armenios, ucranianos y otros pueblos sobre los que fijó su paranoica
desconfianza.
También el mandarín Trump, piensa emularlo decidido a
expulsar a 11 millones de mexicanos que viven y trabajan en Estados Unidos y de
forma urgente a 3 millones de ellos a los que ya califica de delincuentes
declarados e incluso confesos.
Además, esa gran muralla a lo largo del rio Grande, sería
financiada, para mayor escarnio, con la confiscación de las remesas que los
trabajadores mexicanos en USA envían a sus familias. A la barbarie se une el
escarnio del latrocinio del fruto del trabajo de estas gentes que desempeñan,
en general, los puestos más humildes de la pirámide laboral en los Estados
Unidos.
Hay también en tal desatino una exaltación de la ignorancia,
no sólo de la barbarie. Habría que conocer la historia para definir realmente
qué país es el acreedor y cuál el deudor. En 1819, por el Tratado Adams-Onís,
con el México independiente, considerado heredero de los dominios españoles,
los Estados Unidos habían renunciado para siempre a todas las reclamaciones del
antiguo territorio español, cuyo dominio jurídico y político se le reconocía a
ese México, sucesor del viejo virreinato de la Nueva España.
México tampoco reconoció la independencia de la República de
Texas, cuyo territorio había pertenecido a la Nueva España y cuando los Estados
Unidos, en 1845, y por el presidente Tyler, amenazó con anexionarse esa
república texana, México lo rechazó de plano por ilegítimo y por contrario al
tratado de 1819. Ello desencadenó la guerra entre México y Estados Unidos de
1846-48, y la invasión del territorio mexicano por tropas norteamericanas hasta
ocupar la capital de México. En una villa próxima a esa capital que ahora es un
barrio del DF, Guadalupe-Hidalgo ,se firmó –e impuso bajo ocupación-el Tratado
de ese nombre el 2 de febrero de 1848. De acuerdo con este tratado, México se
vio obligado a ceder a los Estados Unidos California, Nuevo México, Arizona,
Nevada, Utah, y partes de Colorado y Wyoming. A cambio, los EEUU dio a México
¡15 millones de dólares! Este territorio suponía algo más de un millón
trescientos sesenta mil kilómetros cuadrados (1,36 millones). México perdió el 55% de su territorio, perdidas que
aún fueron mayores, por ocupaciones ilegales, compras fraudulentas o mediante
la corrupción.
Cuando el Tratado fue ratificado por el Senado Norteamericano
, se eliminó el título X por el cual el gobierno de EEUU garantizaba todas las
concesiones de tierras otorgadas por Estados Unidos a ciudadanos de España y
México, por sus gobiernos.
Entonces, ¿Quién debe a quién?
Si se confirmasen tales amenazas tendrían que darse dos
grandes reacciones, una, internacional, de apoyo a México, y otra, interna, de
unidad de salvación nacional y regeneración profunda de la sociedad mexicana.
Por la primera, habría que cambiar radicalmente de estrategias y México abrirse
a varias líneas alternativas de alianzas y cooperación: Una de ellas la del
Pacífico, que al parecer el Mandarín quiere abandonar, otra la de un tratado
preferencial con la Unión Europea, después de que el Mandarín también quiera
abandonar ese acuerdo con la UE y en tercer lugar un giro de México hacia el
resto de América Latina, integrándose activamente en las organizaciones
regionales de unidad latinoamericana, en donde puede desempeñar un papel tan
destacado como Brasil por su población y territorio.
Por otra parte, todas las gentes de buena voluntad tendrían
que alzarse en solidaridad con este país, víctima de tantos atropellos
históricos y ahora expoliados hasta en el esfuerzo del trabajo de sus millones
de emigrantes en el “paraíso” yankie.
Ahora bien, esta estrategia solo tendría sentido y éxito si
convergiera simultáneamente con un imprescindible gran acuerdo nacional en
México de todas sus fuerzas políticas para regenerar desde sus cimientos la
realidad mexicana. Con una lucha despiadada contra la corrupción y el crimen y
sus aliados infiltrados en distintas instancias del poder. La triple I de la
justicia debe predominar: independencia, imparcialidad e intransigencia con el
crimen.
Del mismo modo que la
libertad y la justicia son indisociables, solo la convergencia de estas dos
líneas estratégicas salvarán a México, y harán reaccionar a los verdaderos
demócratas de todo el mundo, incluidos los norteamericanos, que no pueden
avalar tal injusticia a un pueblo perseguido y expoliado, desde dentro y desde
fuera.