El único
presidente catalán del gobierno de España fue Juan Prim, que iba a encabezar la
Revolución Gloriosa para sanear el país, limpiando de corruptelas el sistema
electoral y consiguiendo que se aprobara la Constitución de 1869, la más
avanzada de nuestra historia.
Desde
Portugal, Prim, en los preparativos de ese alzamiento regenerador, publicó un
Discurso-Manifiesto para la Concordia entre los españoles. Desgraciadamente el
asesinato de Prim impidió que culminara ese proceso sanador por él iniciado.
Un poco más
de un siglo después, encuentro un notable paralelismo con el proceso de nuestra
Transición democrática. Se ahuyentaron los temores guerracivilistas y se apostó
decididamente por la concordia para el bien común, sin renunciar a la
pluralidad de opciones de ideas.
Una vez
aprobada la Ley para la Reforma política, y refrendada por el pueblo español en
diciembre de 1976, el gobierno Suarez legalizó los partidos políticos de oposición,
incluyendo al Partido Comunista, aprobado el Sábado Santo, en abril de 1977,
pese a todas las resistencias. Adolfo Suarez demostró su temple y coraje político.
Hay que
decir que el 24 de enero de ese año ocurrió el terrible atentado extremista
contra los abogados laboristas, de Atocha, con cinco muertos y cuatro heridos
graves, todos ellos miembros de Comisiones Obreras y militantes del Partido
Comunista. Unos días después, el entierro, con más de cien mil participantes en
silencio, y sin incidentes, dio la medida de un Partido Comunista, aún ilegal,
que apostaba por la concordia cara a un futuro compartido.
El
presidente Adolfo Suarez, aquel “caballero sin tacha y sin miedo” –como lo
califiqué cuando falleció- dio otros pasos decisivos: la convocatoria de
elecciones parlamentarias para el 15 de junio de ese año, que iban a transmutarse
en constituyentes, la aprobación de la Ley 46/1977, de 15 de octubre, la Ley de
Amnistía, por la cual, incluso condenados por rebelión y terrorismo –presos de
ETA- salieron de la cárcel. Ya no había que mirar hacia atrás, sino compartir
la construcción del proyecto constitucional y democrático, cara al futuro.
Al mismo
tiempo, el Gobierno restableció –el 29 de septiembre de 1977- la Generalitat de
Catalunya, como una Preautonomía, nombrando a Josep Tarradellas, su presidente.
¡Quien durante varias décadas había sido
president en el exilio! Cuando Tarradellas llegó a Barcelona el 23 de octubre
de ese año, desde el balcón de la Generalitat pronunció la célebre frase: “¡Ciutadans
de Catalunya, ja sóc aquí!”, que se ha interpretado después, como el deseo de
dirigirse a todos los habitantes de la Comunidad, por igual, fueran o no
catalanes.
Tarradellas,
verdadero hombre de estado, tras renunciar a la presidencia, una vez aprobado
el Estatut y celebradas las primeras elecciones autonómicas, denunciaría las
prácticas corruptas de los posteriores gobiernos nacionalistas, y “la deriva
rupturista, sectaria y victimista que había tomado Pujol”.
En este mes
mágico de octubre de 1977, se produce otro acontecimiento extraordinario: el
día 25 se firman los Pactos de la Moncloa, promovidos por el gobierno Suarez y
firmados por los partidos políticos de todo el arco parlamentario, y también,
organizaciones empresariales y sindicatos, -CCOO, en particular-. Estos pactos
supusieron un Acuerdo sobre el Programa de saneamiento y reforma de la
economía, ante la grave crisis existente y con sacrificios para todos.
Los Pactos incluían
también un Acuerdo sobre el Programa de actuación jurídica y política, instando
al reconocimiento de los derechos de reunión, asociación política, libertad de
expresión, asistencia letrada a los detenidos, etc, que empiezan a encontrar su
reconocimiento legal, por las Cortes, y luego se incluirían en la Constitución de
1978.
Este es el
espíritu de concordia que asombró al mundo e hizo ejemplar el proceso de
Transición democrática española.
Asistimos, últimamente,
a un deseo de invertir este espíritu de concordia, por un instinto de enfrentamiento
en el cual toda la responsabilidad se lanza sobre los “otros”, y toda la
inocencia sobre los nuestros. Azuzar odios, a partir de historias que, para las
generaciones actuales son casi prehistoria.
El filósofo
Rene Girard escribió hace tiempo sobre la función del “chivo espiratorio”, en
distintas épocas y circunstancias. La culpa siempre la tienen otros que nos
liberan de toda responsabilidad: la culpa ha podido ser de los cristianos, de
los judíos, de los comunistas, de los ricos o de los pobres, pero, sin dudar a
dudas, no nuestra.
Otro
filósofo, esta vez el alemán Max Scheler escribió en la primera mitad del siglo
XX un libro sobre “El resentimiento en la moral”, esa moral del resentimiento
viene a emponzoñar y envenenar toda convivencia. Solo en la satisfacción de
humillar y derrotar a los otros encontraremos nuestra satisfacción moral. Lo
terrible es que, tal vez, sin darnos cuenta, nos estamos envenenando a nosotros
mismos, sumergidos en la charca del resentimiento.
Cuando el 20
de marzo de 2018, Podemos, Compromis y los nacionalistas presentaron una
propuesta de reforma de la Ley de Amnistía de 1977 para que los responsables de
violaciones de derechos humanos durante el franquismo pudieran ser juzgados, no
sólo no tuvieron en cuenta su inconstitucionalidad porque la derogación era
contraria al principio de irretroactividad de normas sancionadoras
desfavorables, según señala el Artículo 9.3 de nuestra Constitución, sino que
también se quería enterrar como nefasto ese espíritu de concordia que inspiraba
mirar hacia adelante, sin rencores ni resentimientos, asumiendo que todos en
alguna medida somos responsables de nuestro pasado compartido.