Hace casi cuatro años, pocos meses antes de
que se celebrara el célebre referéndum sobre el Brexit, escribí un artículo que
ahora, cuando este se ha confirmado, tiene algo de vaticinio profético, tanto
por la confirmación de les éxito del nacionalismo soberbio y altanero inglés
que va hacia una alianza anglosajona en la que está destinado a un papel subordinado
de pseudo colonia, como con la suerte de Europa de liberarse de esa quinta
columna dañina aunque con la tristeza del distanciamiento de aquellos
británicos numeroso que se sienten sinceramente europeos.
Antonio
Colomer Viadel
Por ello, conviene ahora releer aquel texto.
Desde hace más de 500 años las relaciones de Inglaterra -y luego,
el Reino Unido- con el Continente europeo se han basado en la desconfianza, el temor
y la altiva superioridad de la potencia insular hacia todo lo que procediera
del Continente. Este era el lugar de donde venían las invasiones, las epidemias,
las guerras y todas las amenazas. Las gentes del Continente eran los barbaros a
los que se despreciaba por qué no conocían ni la democracia, ni el verdadero Parlamento
ni el habeas corpus.
Desde esa época lejana la política de la altiva Albión ha
consistido en fomentar las divisiones continentales y aliarse con la segunda
potencia militar para debilitar a la primera del continente.
El acuerdo vergonzoso y humillante para los continentales firmado,
con nocturnidad, el 19 de febrero de 2016 supone una quiebra de los principios
de unidad y solidaridad que han vertebrado la Comunidad o Unión Europea y la
concesión de un acuerdo para dar al Reino Unido un estatus único y especial,
como alardeó el primer Ministro Cameron de haber alcanzado en la negociación.
En suma, se trata de tener un mínimo de deberes y un máximo de
derechos. Ese freno de emergencia para impedir el acceso inmediato a los
inmigrantes de la UE, en el Reino Unido, a las prestaciones sociales, o la
rebaja en las mismas ayudas a los hijos de tales trabajadores que continuaran
en los países de origen. También la cláusula de salvaguardia para proteger a la
City Londinense (bancos y órganos financieros) para que no sufrieran
discriminación con respecto a los países de la zona euro, pero no estuvieran
sometidos a sus reglas. Es decir, una forma de frenar, como casi un veto,
invocada por un solo país ante cualquier decisión de la supervisión bancaria de
la UE.
Y en el plano de la integración política la enmienda a los
Tratados por la que el principio fundamental de ir hacía una unión cada vez más
estrecha, no se aplicaría al Reino Unido, al que no se puede forzar a una integración
política. Es más, moverá a su hábil diplomacia para entorpecer cualquier avance
integrador.
Por descontado, las empresas, y bancos británicos tendrán un
acceso libre al apetitoso mercado único de la UE.
Debemos recordar que el General De Gaulle vetó en varias ocasiones
las solicitudes de entrada de Gran Bretaña en la Comunidad Europea y sólo con
su desaparición de la escena política pudo esta ingresar como un verdadero
infiltrado y quintacolumnista del poder anglosajón. De Gaulle que protagonizó
el reencuentro franco-alemán, el mayor éxito histórico de Europa desde hace 150
años tuvo muy claro el peligro, mucho
antes de que lo vieran otros y así lo reconocen dos ex primer ministros
franceses, el gaullista Alain Juppé y el socialista Michel Rocard, en un libro
no muy lejano que reúne un diálogo y debate conducido por el periodista Bernard
Guetta (“La politique telle qu’elle meurt de ne pas être”, editions J’AI LU,
Paris, 2011). En la tercera parte de ese libro, titulada Le rêve malmené de
‘Europe, Rocard reconoce que ha tardado treinta años en comprender el papel deletéreo
del Reino Unido en relación con Europa, lo que le ha conducido a su muerte
política y una supervivencia sólo como organismo económico. Juppé no es tan
pesimista, aunque reconoce los antecedentes señalados por Rocard y afirma que
aceptar a Gran Bretaña en la Comunidad Europea era meter el gusano en el fruto.
Es interesante la cita referida al notable discurso de Churchill,
pronunciado en Zúrich en 1946, llamando a la unidad europea, para que no se
repitiera la catástrofe de la II Guerra Mundial. En ese discurso tan alabado se
veía a Gran Bretaña como un aliado privilegiado de los EEUU y con un papel
tutelar sobre el Continente Europeo, sometido a la protección de los EEUU y de
la Commonwealth Británica. Tanto el político gaullista como el socialista, -por
más que el primero aún espera una recuperación política de la Unión mediante
incremento del papel del Parlamento europeo-, coinciden en reconocer que Gran
Bretaña entró en el conjunto europeo para impedir toda evolución federal de ese
proyecto y destinó todas sus habilidades a un trabajo de obstrucción,
favorecido por la lentitud en los acuerdos, el exceso de burocracia, las
divisiones fomentadas y todo ello culmina en esta UE reformada y más debilitada
con un papel único y excepcional del Reino Unido con el conjunto europeo.
El 20 de febrero, en el Diario El Mundo, la señora Miriam
González, esposa de Nick Clegg, viceprimer ministro británico, publicó un
artículo titulado “La puntilla política a Europa” en el que, tras criticar la
debilidad de las concesiones al Reino Unido, señala que si vencieran en el
referéndum británico los partidarios de la salida de la UE, ello podría
convertirse fácilmente en la puntilla política que a Europa le falta para verse
envuelta en un proceso de desintegración y destrucción galopante.
Evidentemente, mi tesis es la contraria: el triunfo del voto,
aunque sea por poco, para que el Reino Unido permanezca en la UE con estos
privilegios de estatuto único y excepcional, es la verdadera puntilla política para
el proyecto europeo. La única esperanza es que la altiva arrogancia de los
nacionalistas británicos imponga la salida y ese triunfo será la liberación
para Europa de ese estatuto único británico y del bloqueo para avanzar en la
integración política. Será un punto de partida desde la hegemonía de valores y
principios como los de unidad y solidaridad, democracia y protección de los
derechos humanos, pero necesitado de reformas en las instituciones y en las
políticas públicas como ya apuntamos en nuestro libreo “Un nuevo rapto de
Europa” (Colección Política y Derecho-PO-DER, Valencia 2012).
Ello no quiere decir que no sigamos admirando y emocionándonos con
numerosos y valiosos británicos como Shakespeare, Chesterton, Dickens, Chaplin
y tantos otros.
No quiere decir tampoco que no mantengamos relaciones de buena
vecindad, e intercambios comerciales, sociales y culturales, incluso defensas
compartidas antes la verdadera barbarie del fanatismo emergente hoy por tantos
lugares del mundo. Ahora bien, lo haremos desde la igualdad y la defensa de los
intereses propios de esta Europa continental que no puede dejarse humillar ni
despreciar por los “protectores predestinados” de fuera de sus fronteras.