Aquel santo quiso vivir el Evangelio, pero a estas alturas de la historia no es sino un recordatorio folclórico de una época sobrepasada e incluso irrisoria de la historia de la humanidad vivida de forma infantil por el visionario fundador de la orden franciscana, un santito de cortas luces. Que los tiempos han cambiado es cosa que hasta los ciegos ven. Lo que a mí me llena de estupor es otra cosa: por qué un mismo referente ha llevado a Francisco de Asís a un cristianismo tan diferente a otro “cristianismo”, el de la santa Inquisición:
“Sin más pérdida de tiempo que la indispensable, Sixto IV expidió la correspondiente bula por la cual facultaba a los reyes don Fernando y doña Isabel que eligieran ‘dos o tres obispos u arzobispos u otros varones próbidos y honestos, presbíteros seculares o regulares, mayores de cuarenta años, maestros de buena vida y costumbres, maestros bachilleres en teología, doctores o licenciados en cánones, que inquiriesen en todos los reinos y señoríos de dichos monarcas, contra los herejes, apóstatas y fautores (encubridores, cómplices)’, a cuyo fin daba Su Santidad a los elegidos jurisdicción necesaria para proceder conforme a derecho y costumbres.
E1 tormento no se debe mandar hasta haber apurado sin fruto todos los demás medios de averiguar la verdad, porque muchas veces basta para que confiese el reo los buenos modos, la maña, sus propias reflexiones, las exhortaciones de sujetos bien intencionados y las incomodidades de la cárcel. Ni es la tortura medio infalible de apurar la verdad. Hombres pusilánimes hay que al primer dolor confiesan hasta delitos que no han cometido, otros valientes y robustos que aguantan los más crueles tormentos. Los que ya han sido otra vez puestos en el potro le sufren con más ánimo, porque se prestan con facilidad sus miembros, y resisten con esfuerzo; otros con hechizos se paran como insensibles, y se morirían en él antes de confesar nada. Cuando se hubiere dado sentencia de tormento, mientras se prepara el verdugo a ejecutarla, el inquisidor, y los sujetos graves que le asistieren, harán nuevas tentativas para persuadir al reo o a que confiese la verdad. Desnudáranle los verdugos y sayones afectando desasosiego, priesa y tristeza, procurando meterle miedo y, cuando ya está desnudo, le llevarán los inquisidores aparte, exhortándole a que confiese, y prometiéndole la vida con la condición de hacerlo así, a menos que sea relapso (reincidente), que en tal caso no se le puede prometer ésta.
Cuando todo esto sea inútil, se le pondrá a cuestión de tormento, y en ella se procederá al interrogatorio, empezando por los puntos menos graves. Si porfía en negar se le mostrarán los instrumentos de otros suplicios, diciéndole que todos los sufrirá si no confiesa la verdad. Por fin, si no confesare, todavía podrá continuarse el tormento segundo y tercero día, mas éste se podrá continuar, y no repetir, porque no se puede repetir sin nuevos indicios que arroje la causa, pero es lícito continuarle. Cuando ha sufrido el reo la tortura sin confesar nada, debe ponerle en libertad el inquisidor por sentencia que expresa que después de un atento examen de la causa no ha resultado prueba legítima del delito que se le había imputado. Los que confiesen son tratados como herejes arrepentidos la primera vez; como pertinaces si no quieren hacer abjuración, y como relapsos (condenados al fuego) si han incurrido efectivamente por la segunda vez en herejía”[1]. Todo un discurso del método, la crueldad científicamente demostrada.
Por mucho que me diga a mí mismo que la historia tiene sus circunstancias, sus perspectivas, sus retrospectivas y sus expectativas, sus leyes incluso, y que da de sí lo que no está escrito, me voy a morir sin entender qué podía haber de común entre Francisco de Asís y Torquemada. La montaña de libros que he ido escalando en mi torpe intento de comprenderlo no me ha servido de nada al respecto, renuncio a saber qué sé, e incluso que sé, y me siento como un Sísifo cuya última lectura no sólo no culmina con algún saber claro, sino que me hace resbalar y caer hasta la base de mi ignorancia más humillante. Y nada mejora la situación el volver a empezar a subir para volver a fracasar cayendo en la sima de lo incomprensible de lo cual quería salir. Así de oscuras y de complejas son las personas y las civilizaciones que construyen, si es que se puede llamar civilización a sus constructos.
En efecto, me resulta cuando menos enigmático acercarme al interior de un gran criminal de guerra, que fue seminarista católico en su juventud y que terminó siendo el director del campo de concentración de Auschwitz, el reino infernal del sufrimiento, y que llega a escribir lo siguiente como si no pasara nada y hasta en plan autoexculpatorio: “En el verano de 1941, cuando Himmler me dio personalmente la orden de preparar en Auschwitz una instalación destinada al exterminio en masa y me puso al frente de la operación, yo no podía hacerme una idea de la envergadura de semejante empresa y de las consecuencias que acarrearía. En aquella orden había algo monstruoso que sobrepasaba de lejos las medidas precedentes. Sin embargo, los argumentos que Himmler arguyó me hicieron pensar que sus instrucciones quedaban perfectamente justificadas. No podía reflexionar: tenía que ejecutar la consigna. Mi horizonte no era lo bastante amplio para permitirme elaborar un juicio personal sobre la necesidad de exterminar a todos los judíos. Desde el momento en que el propio Führer se había decidido por una solución final del problema judío, ningún miembro veterano del partido nacionalsocialista podía plantearse preguntas, y menos aún si se trataba de un oficial de las SS. ¡Führer, ordena, nosotros te seguimos!, representaba mucho más que una simple fórmula, un eslogan, Para nosotros, esas palabras tenían el valor de un solemne compromiso… Había que proseguir el exterminio, decía Eichmann, con toda la rapidez posible y sin piedad alguna. Tener la menor consideración significaría lamentarlo después con amargura. En tales circunstancias, sólo me quedaba enterrar los escrúpulos de mi corazón. Y debo confesar que, después de una conversación con Eichmann, esos escrúpulos, al fin y al cabo tan humanos, adoptaban en mi interior el aspecto de una traición al Führer”[2]. ¿Cómo pensar en traicionar al Führer Adolf un Oberstleutnam de alto nivel de las SS que durante la Segunda guerra mundial tuvo el cargo de Obersturmbannfüher, director del peor campo de concentración de la historia?, ¿cómo hubiera podido superar esos escrúpulos?
Imposible. Para este elegante nazi siempre bien planchado los escrúpulos quedaban neutralizados por un trabajo bien hecho: “Sólo me sentía satisfecho conmigo mismo después de hacer bien mi trabajo”, declaraba en sus memorias. Sí, señor un trabajo bien hecho en la fábrica de matar bien diseñada, excelente verdugo. Conozco a honorables demócratas que sin llegar a tanto en tiempos de paz piensan lo mismo, incluidos muchos católicos, y ni siquiera sé si yo mismo estoy libre de arrojar sobre ellos la primera piedra del trabajo bien hecho y del no llegar muy lejos contra el desorden establecido.
llama Marceli