Nuestro autor aborda en su reedición en nuestro país (2023) de su libro “Descontento democrático” (1996) un análisis del porqué se han agravado en las últimas décadas los problemas de la economía y la sociedad americanas y con ella, en parte, las de los países que están en su órbita de influencia y lo hace sobre todo en el Epílogo de título impactante: “¿Qué salió mal?: capitalismo y democracia desde los años noventa.”
En los años noventa detectaba una incipiente inquietud de que se estaban gestando fuerzas que nos hacían perder el control sobre nuestras vidas colectivas, y que la comunidad estaba perdiendo valores que le permitían cohesionarse. Le preocupaba que ciertos proyectos transnacionales (como los acuerdos medioambientales, las convenciones de derechos humanos y la propia Unión Europea) se fueran a pique por no haber podido cultivar unas identidades políticas fuertes de base más cercana ni los compromisos cívicos necesarios para sustentarlos. Estos síntomas de descontento no han hecho sino aumentar en estos treinta años, ahora se reconocía ya claramente que el capitalismo global ha desemporedado a ciertos sectores de la población y de que el sistema trabajaba fundamentalmente a favor de las grandes empresas y de los ricos. Las bases para un verdadero autogobierno de las naciones se ha roto al incumplir el principio de que las instituciones políticas tengan bajo control democrático al poder económico (2023, p.,22). Síntomas de un rechazo a esta situación son el Brexit en Gran Bretaña y la elección del populista Trump, ambos suceden en 2016. En concreto, en EEUU, la polarización surgida de estos procesos hace que un gran porcentaje del partido opositor, ni de la población no acepte como legítimo al presidente elegido, Joe Biden. Dos procesos interconectados son claves para él: llevar adelante una economía no susceptible de control democrático, y la polarización política y social, que hace que los ciudadanos sean incapaces de acuerdos mínimos sobre su modo de convivencia.
Sandel actualiza su libro que era un estudio dirigido fundamentalmente hacía la búsqueda de las fuentes capaces de alumbrar una nueva filosofía pública. La filosofía púbica debe entenderse cómo la teoría política implícita en la práctica política, que incluye los supuestos sobre la ciudadanía y la libertad que dan forma a nuestra vida pública. Pues bien, la filosofía pública dominante hoy día en su país, dice, es incapaz de hablar de manera convincente de autogobierno y comunidad. El devenir de los acontecimientos de los últimos treinta años ha llevado a dos sentimientos negativos muy extendidos que ni la clase política ni la teoría política son capaces de detectar y mucho menos de diagnosticar: el primero es el temor individual y colectivo de que las fuerzas que gobiernan nuestras vidas estén llegando a ser incontrolables. El segundo consiste en la constatación de que los grupos comunitarios de la sociedad (familias, entidades locales y nación) se están descomponiendo a nuestro alrededor. Pocos espacios públicos reúnen en Estados Unidos a personas que presentan diferencias de clase, etnia o raza y religión.
La importancia dada hoy a la economía global minimiza la importancia del Estado nacional sede tradicional del autogobierno, y, por tanto, la vida económica se desarrolla a una escala que no alcanzaban los mecanismos de control democrático. El proyecto de autogobierno pierde impulso, y, correlativamente, los vínculos entre los ciudadanos se van debilitando también. ¿Qué obligaciones recíprocas pueden impulsar a ciudadanos que viven y tienen lugares de esparcimiento diferentes, escuelas para sus hijos, y trabajos diferentes? Las élites económicas encuentran aliados y comprensión cada vez más lejos de su país y de sus propios conciudadanos. Y, como añadido, los trabajadores se hacen conscientes de que esta forma de organización económica genera más desigualdades, disminuía la dignidad del trabajo (al ser peor remunerado y precario en casi todos los sectores), y que, como consecuencia de todo el proceso, dejan la identidad y lealtad nacionales en muy baja estima. Sandel ve que idénticos factores están detrás de la victoria en dos votaciones del mismo año (2016): una la que aupó a la presidencia al populista Donald Trump en EEUU, y la otra a favor del Brexit en el Reino Unido, ya que ambas coincidieron en revalidar la soberanía y el orgullo nacionales (Sandel, 2023, 21).
La clase política americana, imbuida de la filosofía política liberal, se muestra incapaz de abordar esos problemas, ya sea en su versión progresista centroizquierdista (que es denominada en la política americana con el término liberalism), ya sea en su versión conservadora; ambas beben de las mismas fuentes filosóficas: el liberalismo, que pone especial acento en los derechos individuales y la tolerancia, extendiéndose desde John Locke e Inmanuel Kant, pasando por John Stuart Mill hasta llegar al americano John Rawls.
La difícil convivencia del capitalismo, por un lado, centrado en organizar la actividad política al servicio del lucro privado, y, por otro, la democracia, que trata de empoderar a los ciudadanos para el autogobierno compartido, ha tenido momentos mejores que los que viven hoy los norteamericanos. Hasta los años sesenta los distintos gobiernos de los EEUU inspirados por la que viene a llamar la economía política de la ciudadanía, impidieron que los capitalistas ejercieran el dominio político, y se resistieron a la tendencia del capitalismo a explotar a los trabajadores y a disminuir su influencia como ciudadanos.
En los orígenes de la nación los seguidores de Jefferson ya alertaban que la vida en las grandes fábricas podría corromper la ética cívica de los pequeños granjeros propietarios. El sindicalismo republicano opuso la vida del asalariado a la del hombre libre y con criterio propio. Los abolicionistas arremetieron contra la primera gran empresa norteamericana basada en el trabajo esclavo de los afroamericanos (la producción de algodón). Diversos movimientos defendieron que era en las mismas empresas donde se debían poner los medios para que los obreros pudiesen informarse de los asuntos públicos. Hubo movimientos antimonopolistas ya a principios del siglo XX, y el New Deal reguló la banca, facilitó a los trabajadores la negociación de convenios colectivos y el tener representación en los centros de trabajo.
Sin embargo, a partir de la Segunda Guerra mundial esta economía política de la ciudadanía se ve desplazada por una economía política del crecimiento económico y de la justicia distributiva. Esta última estaba centrada sólo en el consumo, dejaba de lado toda consideración acerca de cómo la economía debe ayudar al autogobierno. Sobrevaloraba los temas del crecimiento económico, refiriéndose fundamentalmente la manera de repartir los frutos de esa prosperidad.
Frente a su aparente neutralidad, esta nueva economía política provocaba una trasformación radical del concepto de libertad individual y, como consecuencia de ello, de los conceptos, dependientes de ella, de ciudadano, democracia y Estado.
La libertad individual era entendida ahora como la persecución por el individuo de sus propios intereses y fines, sean los que sean mientras sean compatibles con una libertad similar para los demás (formulación que se encuentra ya en los fundadores del liberalismo en el s. XVIII). En contraposición, la tradición republicanista o civicista, muy presente en la historia americana, vincula de manera esencial la idea de libertad con el autogobierno y la participación en la organización de la vida pública. Los ideales fundacionales de EEUU se pierden en gran parte en los últimos 70 años, y se entiende ahora al ciudadano como mero elector entre distintas opciones políticas, acción que cada vez se asemeja más a un tipo especial de consumo. La democracia dejaría de tener como objetivo deliberar sobre la justicia o el bien común y se limitaría a ser una forma de agregar las preferencias individuales que podían satisfacerse en el mercado de las agrupaciones políticas. La desconexión del público de los asuntos públicos, que esta situación propiciaba, se unía a una sensación de pérdida de influencia por parte del público que impedía hacer crecer el sentido de implicación cívica y pertenencia necesarias para avanzar en el autogobierno. Los ciudadanos habían comenzado a ser conscientes de que cada vez podían influir menos en las decisiones políticas que estaban cambiando sustancialmente sus vidas.
Si se quiere volver a retomar una nueva versión de la economía política de la ciudadanía, como propone Sandel, se debería comenzar por diagnosticar bien qué se ha hecho mal en estas décadas para llegar a la situación actual. De hecho, un autor cercano al republicanismo cívico como J. Habermas ya en 1981 se preguntaba de manera parecida: “¿qué hemos desaprendido como especie para llegar a esta lamentable situación?”. El Estado nacional liberal se postula como una institución neutral ante las opiniones religiosas y morales de sus ciudadanos, sólo se le exige el proporcionar un marco de derechos subjetivos que respete a las personas como sujetos libres e independientes, capaces de elegir sus propios valores y fines. Nuestro autor nos recuerda que, en tiempos no tan lejanos como los de la primera mitad del siglo XX, la filosofía pública americana era de raíz republicanista o civicista y defendía una libertad que dependía del autogobierno compartido, es decir, de la exigencia de deliberar conjuntamente sobre el bien común y participar en el sentido del destino de la comunidad política. Esta libertad republicanista no radica sólo en el conocimiento de saber elegir sus propios bienes y el respeto a los otros, sino que necesita un conocimiento mínimo de los asuntos públicos, así como cierto sentido de pertenencia, de preocupación por el colectivo, de ligazón moral con la comunidad cuyo destino está en juego, un sentido, en suma, de la moralidad pública: honor, coraje, lealtad hacia las instituciones, abnegación, etc., en el que coincidían los fundadores de la nación: Jefferson, J. Adams, o B. Franklin. Exigiría pues una política formativa, una educación del ciudadano. Criticada por los conservadores y progresistas como pretenciosa e idealista, se la relegó como una antigualla inútil. El panorama resultado de esas décadas liberales es una sociedad dividida con guerras culturales sobre la injusticia racial, el qué enseñar sobre el pasado del país, sobre el problema de la inmigración, la violencia de las armas de fuego, el cambio climático, las vacunas COVID-19, o el qué hacer con la avalancha de desinformación proporcionada por las redes sociales. Los habitantes de los estados regidos por partidos de uno u otro signo tienen maneras de enfocar los problemas vitales muy distintas; los habitantes de las metrópolis y los de las comunidades rurales se distancian cada vez más en su forma de entender su modo de ser ciudadanos; las fuentes de información crean realidades diferentes y los ciudadanos con opiniones discrepantes u orígenes sociales distintos no tienen lugares de encuentro común para debatir sus diferencias en valores. Junto a todo esto, “un puñado de empresas dominan sectores clave como los de las grandes tecnológicas, las redes sociales, los buscadores de internet, el comercio electrónico, las telecomunicaciones, la banca o las farmacéuticas, entre otros, destruyen la competencia, impulsan los precios al alza, agudizan la desigualdad y desafían los controles democráticos”(id. p.,22). Los dos partidos mayoritarios han aceptado esta nueva economía política del consumo, que ha tenido como fruto una creciente desigualdad y toxicidad política.
Para abordar la tarea de explicar y criticar este estado de cosas (el “qué salió mal” de su título), nuestro autor se decide a analizar tres fenómenos que, junto con sus prácticas y creencias, han definido el presente estado de cosas: la globalización, el dominio financiero de la economía y la meritocracia.
a) La globalización. El comienzo de la globalización moderna se sitúa en 1989 (caída del muro de Berlín) y la desintegración de la URSS dos años después. Su única finalidad era el flujo ilimitado de bienes y capitales, su eslogan “un mundo sin barreras”, que llevaba aparejado el desprecio hacia cualquier lealtad nacional. La globalización viene acompañada de la creencia, extendida por sus partidarios, de constituir un hecho natural, del que era imposible desconectarse. El movimiento globalizador mostraba un impulso imparable sin que la política pudiera hacer nada, y, si este arrastre tuviera consecuencias negativas, estas debían ser tomadas como inevitables, como señalaron sus partidarios: Thatcher, Clinton y Blair. Este último lo comparó con el paso inevitable de las estaciones. Sólo restaba que los gobiernos pusieran en marcha las medidas necesarias que situaran a los países en el sentido de la corriente globalizadora y les permitiera prosperar en ese nuevo escenario. ¿Cuáles fueron las principales medidas a tomar? Algunas siguen resonando en nuestros oídos: poner al sector privado como motor del crecimiento económico, lograr tasas de inflación bajas y estabilidad de precios, reducir del tamaño de la administración estatal, establecer presupuestos no deficitarios (limitación exigente de la deuda pública), y amplia liberalización de las inversiones extranjeras. Continuaron con la privatización de industrias y servicios estatales, mercados de capitales casi sin ninguna restricción en sus operaciones. También se exigía permitir a los ciudadanos depositar sus fondos de pensiones en la entidad que desearan, incluidos los fondos y planes de gestión extranjera. Muchas de las funciones básicas del Estado del bienestar cayeron bajo el punto de mira de los globalizadores. La llamada al adelgazamiento de las funciones del nuevo “Estado mínimo”, como se le llamó, era prioritaria para esa ideología.
Una vez aceptados estos principios por partidos políticos de todos los signos políticos, las diferencias programáticas venían a ser mínimas. La presidencia de Bill Clinton (demócrata) marca una inflexión definitiva hacia esa nueva política económica. Teniendo entre sus asesores partidarios de mantener estímulos y hacer inversiones públicas para impulsar la economía, se inclinó por la opción de los asesores que proponían contener el gasto y subir los impuestos para ganar la confianza de los mercados y empresas financieras. Los acuerdos de comercio internacional firmados en esa etapa llevaron a las empresas norteamericanas a invertir fuera del país (México o Canadá), generando patentes fuera de sus fronteras. Muchas empresas se desplazaron fuera del país atraídas por los bajos salarios, sin tener, en ese momento, demasiada oposición de la opinión pública o de los sindicatos. Según varios estudios, estos acuerdos sólo supusieron un aumento de una décima de incremento en el PIB. Al mismo tiempo, entraron productos de importación más baratos, creando el espejismo de una pujanza económica que no era tal. Los salarios de los trabajadores se estancaron y, con las deslocalizaciones y la entrada masiva de productos extranjeros, especialmente chinos, se destruyeron, desde 2000 a 2017, 5,5 millones de puestos de trabajo en la industria.
La oposición a esos tratados en el mandato de Obama, y a las propuestas de la aspirante Hillary Clinton, se vuelve un clamor popular, y en 2016 coinciden en su rechazo desde el radical Bernie Sanders al populista Donald Trump. Anteriormente, los defensores de la globalización habían esgrimido que admitir a China en la Organización Internacional del Comercio haría tomar al gigante asiático una necesaria deriva hacía una creciente democratización. La entrada se consiguió a principios de la década del 2000, pero este país, en cambio, no aplicó ninguna regla del credo globalizador: exigió a compañías extranjeras transferir sus tecnologías si querían operar en China, logrando un crecimiento espectacular en esas décadas, no dejó de conservar todos los postulados básicos de su política interna, que quedaron intactos.
La errónea creencia de considerar la globalización como un hecho natural desactivó la posibilidad de su crítica, pero este dogma empezó a decaer entre los votantes americanos hasta llegar a las presidenciales de 2016. Durante unas décadas y debido a esa creencia se hurtó del debate público la cuestión de si era aceptable el comercio con países cuya única especialización comercial era la de poseer salarios bajos, legislaciones poco exigentes en medidas de seguridad y medioambientales, así como una casi nula posibilidad de negociación colectiva. Cuestión esta que no era, como se defendió, de tipo económico sino más bien político. Los tratados, eso sí, lograban que las inversiones de las firmas estadounidenses se blindaran con exigentes contratos de patentes y la imposición de dirimir las disputas en tribunales extrajudiciales que impedían que nuevas medidas impositivas de esos países redujeran los beneficios de los inversores americanos. Las consecuencias: prórrogas impuestas para patentes de la industria farmacéutica, y libre disposición de los capitales invertidos en esos países que podían ser sacados de ellos sin las restricciones que eran aplicadas a cualquiera en sus bancos nacionales. El comercio mundial se había convertido en un juego en el que sólo de un lado de la mesa se encontraban los ganadores. La gran perjudicada fue la clase trabajadora norteamericana que tuvo que aceptar el chantaje de aceptar condiciones de trabajo más precarias bajo la amenaza del traslado de sus empresas a otros países con condiciones menos restrictivas. La composición de la renta nacional se va trasformando y dando cada vez más prioridad a la inversión en valores financieros, disminuyendo progresivamente el peso del factor trabajo. A todo esto se añadió que, debido al temor a la deslocalización de empresas, la carga de impuestos se desplazó de estas a trabajadores y consumidores, que sufrieron un incremento de impuestos notable en todas las economías desarrolladas.
Si esas eran las consecuencias negativas de una globalización dirigida por intereses muy específicos, no menos negativa será la transformación de una economía de producción en una economía basada mayoritariamente en inversiones especulativas financieras.
b) La financiarización de la economía.
El nuevo capitalismo de estas últimas décadas ha superado ambas economías políticas, la de la ciudadanía y también la del crecimiento y la justicia distributiva, logrando ningunear al Estado-nación, y siendo impulsado básicamente por las finanzas. Pero veamos esto con más detenimiento.
Las transacciones financieras han ido cobrando más importancia en la cuenta de beneficios de las empresas estadounidenses, pasando desde las últimas cuatro décadas del siglo XX al comienzo del XXI del 15% a un 40 % en sus momentos más álgidos. Varias empresas, entre ellas las emblemáticas Ford y General Electric, obtienen más beneficios vendiendo préstamos para financiar la compra de sus productos o entrando en operaciones de fusión de empresas que en la venta de su propia producción. Algunas empresas llegaron, incluso, a cerrar algunas de sus fábricas y se concentraron especialmente en operaciones financieras, pudiendo alcanzar con estas hasta un monto del 60% del total de sus ganancias. El lema neoliberal de esta nueva tendencia económica es que, al eliminar toda traba a operar del capital a nivel global, este corregirá todos los desequilibrios e incentivará el crecimiento económico mundial.
Al adoptarse esta creencia, la política se ve aliviada de responsabilidades, como la de dirimir entre las opciones de salvar empresas nacionales o permitir su traslado a otros países, definir qué relación y peso debe haber entre economía pública y privada. Todo esto se sintetizó en el lema reaganiano: “el estado es el problema y la magia del mercado la solución”. En mayor o menor grado, hubo adeptos a esta nueva política de retraimiento de lo público en pro del mercado en ambos partidos mayoritarios de EEUU. El mercado, para algunos demócratas, incluía a todos los ciudadanos consumidores que voluntariamente buscan una ventaja mutua, y debía por tanto ser valorado especialmente.
La era Reagan (partido republicano), en los años 80, marcaría el inicio del cambio económico-social que implica la financiarización económica. No obstante, ya antes de Reagan, Carter (partido demócrata) había eliminado los topes a los tipos de interés que tenían las entidades financieras que, desde el New Deal, impedían realizar a los bancos arriesgadas operaciones financieras con el fin de competir para poder ofrecer tipos más altos a sus clientes, cosa que abrió el camino a una crisis bancaria sin precedentes. Centrándonos en las medidas de Reagan (rebajas de impuestos y aumento del gasto militar), las mismas no consiguieron reducir el déficit interior ni incentivar la inversión interna. Obtuvieron, en cambio, varios efectos no deseados: trasladar las inversiones estadounidenses a otros países, y hacer al país más dependiente de la especulación financiera.
Se inicia una merma de la industria, que se desmantela en gran parte. Se hace dogma para las empresas el maximizar el “valor para el accionista”, las industrias elegían para ello aumentar su cuenta de resultados con productos financieros de rentabilidad inmediata, que limitaban la inversión en I+d o en bienes de equipo, en la mejora de condiciones laborales o en la formación para sus empleados, inversiones que sólo prometían una probable rentabilidad a más largo plazo.
Los presidentes demócratas Clinton y Obama profundizaron en esta política de financiarización de la economía. La promesa de Clinton de limitar el sueldo de los ejecutivos de empresas resulta fallida, se convierte en cambio en un acicate más de la financiarización ya que consentía el pago mediante acciones de las retribuciones extra por objetivos (bonus), llegándose al final de su mandato a crear la mayor diferencia retributiva conocida entre los gestores y los trabajadores. Así, un ejecutivo llegaba a ganar de media en un día lo que un trabajador en un año de trabajo.
En 1999 se produce la anulación de la ley que separaba la banca comercial y la de finanzas, que fue creada al amparo del New Deal de los años 30, cuya finalidad era la de proteger los depósitos bancarios corrientes de la arriesgada especulación financiera de esos otros bancos. Esto hizo que todos los bancos, sin distinción, estuvieran dispuestos a asumir mucho más riesgos para poder atraer a más clientes. La crisis bancaria y empresarial de 2008 había por tanto reunido todos los ingredientes necesarios para poder despegar. Clinton reconocería, más tarde, el error de sus asesores.
Las finanzas, aunque necesarias, no son productivas si se convierten en un fin en sí mismas, no crean empresas, hospitales, viviendas, escuelas, etc. Únicamente aumentan los beneficios de unos pocos sin ampliar la productividad de la economía. Su utilización exagerada en estos años produjo efectos nocivos nuevos para la política del país: estancamiento de salarios y empleo, aumento desmesurado de las desigualdades sociales, disminución del valor trabajo en la renta nacional.
Se pensó que un reparto de los beneficios podría venir de la revalorización de las viviendas y así se liberalizó el crédito bancario con unos precios disparados del mercado inmobiliario. Se suscribieron préstamos bancarios muy por encima del nivel de renta de sus subscriptores, que refinanciaban sus hipotecas o suscribían otras que el nivel de sus ingresos no les podía permitir.
El endeudamiento aumentó el consumo, sí, pero ya advirtieron algunos economistas que al no provenir del empleo ni de ingresos financieros, este no podría mantenerse en el tiempo. En 2008 se dio una escalada de impagos hipotecarios que puso en jaque a todo el sector financiero, de tal modo que anunciaba otra Gran Depresión sino se le rescataba con más de 700.000 millones de dólares. El rescate decretado por el republicano Bush buscaba reanimar el capitalismo financiero. El siguiente presidente demócrata, Obama, tuvo la oportunidad de continuar esta senda o reemplazarla. Se optó por lo primero: restablecer la rentabilidad de los bancos, mantener el poder de las finanzas y dejar que millones de estadounidenses perdieran sus hogares. La manera en que se llevó a cabo, sin penalizar a los gestores y pagando las deudas con dinero público básicamente, se sintió por muchos ciudadanos como una traición y generó un rencor que muy posiblemente polarizó a la ciudadanía, la cual desconfiaba ahora todavía más de un sistema político “cada vez más trucado a favor de los ricos y poderosos”. El sentimiento de rencor se fraguó por varios motivos, entre ellos el que se hiciera poco por los que perdieron sus casas, que se tolerara que se siguieran dando sobresueldos a ejecutivos de empresas en crisis; que no se pidiera contrapartida alguna al dinero público entregado a los bancos y, por último, que el sector financiero no se reestructurara en buena medida.
Una alternativa hubiera sido que las pérdidas en hipotecas se hubieran repartido entre los bancos, el Estado y los propietarios de las viviendas, pero la decisión, exclusivamente política, fue que fueran los propietarios de las viviendas los que pagaran la totalidad de las pérdidas por sí solos (Id., 320). La presión pública sólo logró alargar los plazos en que los bancos ejecutarían sus hipotecas y desahucios.
El gobierno de Obama sólo pidió que los banqueros moderaran sus retribuciones ante la ira popular y no impuso ninguna traba a su manera de funcionar habitual. Su intento de apaciguamiento fracasó, dando lugar a movimientos tan activos por la izquierda (Occupy y la candidatura de B. Sanders) como por la derecha (Tea Party y la elección de D. Trump).
La salida al rescate de la banca, de “los insensatos banqueros”, sin exigir nada a cambio por parte de gobierno se justificó por la necesidad del salvar al sistema. Las medidas tomadas fueron entendidas por el público como una muestra de la influencia política de los sectores económicos más poderosos de la sociedad americana. El sector bancario se beneficiaba así de un trato de favor frente al sector empresarial obligado a fuertes reestructuraciones en caso de quiebra.
El crédito no fluyó, como se prometió, especialmente en las grandes entidades bancarias, pese a la lluvia de billones destinados a su rescate. Tal vez, en el caso de ambas administraciones (republicana y demócrata), el motivo que les llevó a no tomar medidas era el evitar la acusación de acercarse a una nacionalización de la banca. Se rescataron entidades minimizando la propiedad pública, y no se pidieron responsabilidades a ningún directivo. Se adujo que era “lo necesario para mantener la estabilidad financiera”. El presupuesto letal que escondía el argumento es que “la economía estadounidense era rehén de Wall Street, y que al Estado no le cabía otra opción que rescatar a entidades que no podía dejar caer sin más”. La economía se imponía así a la política y hacía que esta se acercara a un sistema oligárquico. Hubo tímidas medidas para proteger mínimamente a los consumidores de prestamistas predatorios.
Lejos estaban la desconfianza de Th. Roosevelt o W. Wilson acerca de la influencia de los grupos de interés en la vida pública. Roosevelt vio en la crisis del 29 la oportunidad de renegociar la relación entre capitalismo y democracia, liberándola de los grupos monopolistas del poder económico. “Un pequeño grupo, decía, había concentrado en sus propias manos un control casi absoluto sobre la propiedad, el dinero y la fuerza de trabajo (sobre la vida, en definitiva) de las demás personas […] Contra una tiranía económica como esa, el ciudadano estadounidense sólo tenía el poder organizado del Estado como recurso al que acudir” (id., p., 327).
Se advierte al instante la diferencia de referentes entre los discursos de Wilson y de Roosevelt y los de los dirigentes actuales. Ambos entendieron la economía política como economía política de la ciudadanía, conectada necesariamente con el autogobierno, no sólo con el crecimiento como parece ser la postura dominante actual.
Ante esta indefensión ciudadana surgen los populismos de distinto signo reclamando una protección frente a los poderosos y que el poder económico rinda cuentas a la democracia. En 2016, tras los ocho años del mandato de Obama, el electorado buscaba a un dirigente que “rescatara al país de las garras de la gente rica y poderosa”.
El populismo parece tener dos corrientes dominantes: la que proclama como necesaria una movilización contra las élites, la desigualdad y el predominio del poder político sobre el económico; y una segunda, centrada en los sentimientos de racismo y antiinmigración. El populismo de B. Sanders está inspirado en la primera, mientras que el de Trump inspira su campaña en ambos. La retórica antiinmigración se materializó en la construcción de una muralla fronteriza y, coincidió con Sanders, en la necesidad de separar otra vez los dos tipos de banca clásicos, prometiendo nuevos impuestos para los gestores de fondos de alto riesgo. Criticó los tratados comerciales a los que denunció como destructores de empleo. Y prometió inversiones billonarias en infraestructuras públicas que crearían miles de empleos manuales.
En su cargo incumplió la mayoría de esas promesas, no hubo infraestructuras, pero sí retirada de algunos tratados internacionales e imposición de aranceles a las importaciones chinas. Debilitó a los sindicatos, redujo las protecciones medioambientales, reduciendo impuestos sobre todo a las rentas altas y las grandes empresas; no logró, en cambio, derogar los seguros públicos de las clases menos pudientes. Consecuencia de estas medidas de rebaja impositiva billonaria fue la compra masiva de acciones y no la inversión creadora de puestos de trabajo. Desde el partido demócrata en la oposición la crítica se centró en las proclamas sexistas, racistas y xenófobas que atrajeron el voto hacia Trump, olvidándose intencionadamente de los agravios sufridos por parte ese mismo electorado y de los que, en gran parte, había sido responsable político. No hubo, pues, una autocrítica válida para responder a la pregunta de qué se había hecho para ser incapaces de ganar a su oponente.
Las desigualdades generadas por la globalización eran desconocidas desde principios del siglo XX, el porcentaje de renta que recibía el 1% más rico de la población se había duplicado en 4 décadas y superaba al que percibía la mitad más pobre del país. A esto se añadía un aumento del paro y un estancamiento de los salarios. Hay dos temas que, insiste Sandel, no deben ser hurtados al debate público: ¿qué nivel de desigualdad de riqueza está dispuesta a admitir la sociedad?, y el de abrir un debate qué lleve a un consenso sobré qué es justo que aporte cada ciudadano en función de su renta. Las desigualdades extremas, que no son bien vistas en la tradición republicana y eran denunciadas como peligrosas para el buen funcionamiento del sistema político, anunciaban el peligro de caer en un régimen oligárquico, dirigido por los más ricos. Ya en Aristóteles se le critica como una forma de gobierno cuya finalidad no es el bien de la comunidad, sino la preservación y el incremento de la riqueza de los oligarcas (Pol. 1366a 6-7). Nuestro autor entiende que su país ha llegado ya a ese punto: los poderosos económicamente “han utilizado su creciente riqueza para apropiarse de las instituciones del gobierno representativo” (Id., 331), y, es más, habrían “amañado” el sistema en su favor. Los datos que aporta son elocuentes por sí mismos: en cuarenta años el coste de obtener un escaño se ha multiplicado por más de dos. Si hacia 1978 los comités de acción política sindicales que recaudan fondos para las elecciones al Congreso contribuían tanto como los de las empresas, en 2018 las empresas invirtieron más del triple que aquellos en ese concepto.
No es cuestión sólo de que el dinero pueda comprar elecciones, sino que también logra el acceso a los organismos que gobiernan la economía. Se triplicó el gasto en concepto de influencia política y relaciones públicas en diez años (2000-2010) de las empresas punteras: sector financiero, tecnológicas y las de defensa, entre otras. Si la acción del gobierno está dirigida por los intereses de empresas que buscan prioritariamente el aumento de sus beneficios, esto necesariamente hace que el objetivo del gobierno se desvíe del bien común y se prive a los ciudadanos de tener una voz a propósito de cómo están siendo gobernados, o, dicho de otra manera, y en términos de la tradición republicana, esta apropiación es una forma de corrupción ya que desvirtúa el fin de cualquier gobierno legítimo.
El problema de fondo son los distintos intereses que defienden las clases de ciudadanos según su renta. Por ejemplo, una mayoría del electorado valora el poseer una buena red de escuelas públicas; en cambio, sólo un 35 % de los multimillonarios piensan así. Las dos terceras partes de la población entienden que el Estado debe mediar para que todos encuentren trabajo, y sólo uno de cada cinco multimillonarios opina así. Así mismo, la mayoría vería bien una regulación estatal de las grandes empresas, los multimillonarios lo rechazan.
Los estudios sociológicos muestran una cada vez más secundaria influencia del ciudadano medio sobre los cambios legislativos; en cambio sí es patente, cada vez más, el influjo de los estadounidenses ricos y los “lobbies” o grupos de interés.
La sensación general es de desempoderamiento de la mayoría de los ciudadanos. Esto es consecuencia de décadas de enormes desigualdades de renta y riqueza que han producido la globalización y la orientación financiera de la economía.
Sólo queda por valorar el último factor que, a criterio del autor, permite explicar el presente político y social de su país.
c) La meritocracia. Se ha entendido tradicionalmente como un sistema de recompensas que perseguía salvar las desigualdades de renta y origen social, y que era progresivo. Su principio viene a decir que si las oportunidades son iguales para todos, los ganadores de las posiciones sociales mejor retribuidas se merecen sus ganancias. Este principio en EEUU parece hoy no funcionar en absoluto. Si bien los títulos universitarios son la mejor escalera para el ascenso social, sólo el 3% del alumnado procede del estrato más bajo de la sociedad aunque sean libres de competir para entrar.
Los intentos de los partidos por hacer posible este sistema han fracasado: 1) las desigualdades entre estratos sociales son cada vez más grandes y eso hace inoperantes los intentos de igualar las oportunidades. 2) La meritocracia no deja de contener un mensaje valorativo y de estima para los que consiguen ascender en la escala social y uno de humillación para los muchos que se quedan atrás. Se merecen la desgraciada situación que les ha tocado en suerte. Todo esto se agrava cuando el ascensor social en EEUU se ha parado frente a lo que ocurría antaño, o, dicho de otra manera, la permeabilidad o el tránsito de una clase a otra son casi nulas. 3) Las actitudes meritocráticas ante el éxito (en algún momento tomadas como una especie de predestinación) asientan la idea de que los ingresos y riqueza son de los ganadores, y que no debe proponerse redistribución alguna de lo obtenido. Si bien Weber hablaba de convicciones religiosas (un favor divino) para legitimar las riquezas del hombre afortunado, ahora es el éxito en el mercado el que justifica tales desigualdades.
La meritocracia en el discurso público crece en la misma medida que el aumento de desigualdades, en un intento de justificar por parte de los ganadores de la globalización “la desproporcionada cuota de renta y riquezas de cuatro décadas de desregulación, finanziarización y políticas económicas neoliberales les han deparado” (id., 335). El problema no está, decían, en el sistema económico que hemos diseñado sino en las credenciales necesarias (titulaciones y capacidades) para tener éxito en este mundo tecnológicamente avanzado y globalizado.
Se esgrimía el argumento de la necesidad para justificar los sueldos estancados, los puestos de trabajo perdidos y la pérdida de peso del factor trabajo en la renta nacional. Pero los dos tercios de los estadounidenses sin título universitario se sintieron apelados a tener que renunciar a una vida digna y aceptable por carecer de titulación universitaria. Trump obtuvo dos tercios de los votos de los electores blancos sin titulación y Hillary Clinton se impuso entre los votantes con titulación superior universitaria. Idéntica aritmética presidió la votación por el Brexit en el Reino Unido: los votantes sin formación se manifestaron abrumadoramente a favor de salir de la Unión Europea, la mayoría en contra de la salida poseía títulos universitarios.
Otro tema que señala es la representación de los no titulados universitarios en el Congreso y el Senado que ha pasado de un 15% en los años ochenta a un mero 5% a día de hoy, siendo nula actualmente en el Senado.
La prueba en positivo a sus tesis de que la meritocracia unida a la globalización han sido el detonante de la ola populista y de la polarización política es la elección de Biden en 2021, quien durante su campaña habló menos de ascenso social y más de dignificar el trabajo y fortalecer los sindicatos. Su política se ha enfrentado a las tesis dogmáticas de los últimos asesores económicos de todos los gobiernos anteriores y ha aprobado inversiones billonarias por la crisis de la COVID-19. Además, para la reconstrucción de infraestructuras públicas, siguió pidiendo varios billones más para fortalecer la red federal de protección social y combatir el cambio climático. No obstante, Biden encontró frente a él a un Senado muy dividido. Las propuestas del partido bajo su liderazgo siguen una senda progresista: legislación antimonopolio, limitar el poder de las grandes tecnológicas, limitar la recompra de acciones, gravar la riqueza de los milmillonarios, efectuar una transición a una economía verde, recuperar el nivel del factor trabajo en el producto nacional. Pero estas y otras no podrán llevarse a cabo por la polarización política actual, se necesita, piensa nuestro autor “un movimiento social galvanizador” para que “la economía sea más acorde con las necesidades de la población trabajadora y más compatible con el proyecto de autogobierno colectivo” (Id., 346).
Perdida la fe en que la economía y el mercado pueden por sí solas garantizar el bien común, es necesario que la política tome un lugar preeminente. Diametralmente distinto del que ha tenido al claudicar ante la necesidad de un rescate de los bancos, indefendible moralmente, ni al de someterse ante los mercados de deuda reduciendo el déficit público y dejando de invertir en infraestructuras, escuelas y en otras necesidades públicas apremiantes.
La economía que ha salido de la pandemia ha tenido una dirección común en muchos países, entre ellos EEUU y los que componen la Unión Europea: bombear dinero en el sistema aprobando emisiones de deuda pública desconocidas desde la Segunda Guerra Mundial y la economía se recompuso razonablemente.
El problema actual que se presenta a la humanidad es de calado filosófico, afirma, la política debe gobernar la economía, pero requiere un acuerdo sobre qué es lo que de verdad nos importa, qué queremos hacer, reconsiderar la forma de convivir unos con los otros y con el mundo natural que habitamos. Con Aristóteles, piensa que la política es algo más que facilitar el comercio y los intercambios: “tiene que ver con la vida buena. Ser un ciudadano significa deliberar sobre la mejor manera de vivir, sobre las virtudes que hacen que seamos plenamente humanos” (id., 349). El verdadero reto es ponerse de acuerdo sobre lo que importa. Si la globalización ha demostrado no ser un hecho natural, sí que es necesario poner en debate un hecho natural que es la modificación de las condiciones climáticas: la transformación de las estaciones por el cambio climático (se habla ya de veranos de medio año antes del final de siglo. Este tema debe ser incluido en la agenda de la búsqueda de un autogobierno global.
La economía a construir debe ser compatible con el proyecto de autogobierno y estar sometida a control democrático. Para hacer esto posible se deben de cumplir una serie de condiciones: el sistema político-económico debe ser capaz de conseguir que los ciudadanos puedan ganarse la vida con dignidad y en condiciones de trabajo justas; debe dar voz a los mismos en asuntos laborales y en los públicos; conseguir el acceso a una educación cívica que capacite para la deliberación sobre el bien común.
Como medidas previas que constituirían una buena base para avanzar en ese sentido, propone encontrar un acuerdo sobre lo que debe aportar cada uno al erario público, potenciar la justicia contributiva, más que la distributiva. Piensa que si se recauda por impuestos a las grandes fortunas no debería repartirse lo recaudado en ayudas (generando más consumo), sino más bien destinarlo a crear lugares públicos (polideportivos, escuelas públicas universidades e institutos técnicos o de formación profesional, bibliotecas, hospitales, etc.) tan excelentes que fueran admirados por todos, independientemente de su extracción social, y que hicieran posible, otra vez, la convivencia y el intercambio de ideas entre sus usuarios. Sandel también es muy partidario de impulsar la idea de que sea el estado quien promueva la revitalización de las pequeñas comunidades locales, incentivando para ello a las pequeñas empresas locales que conocen de cerca la realidad y verdaderas necesidades de estas. Centrar el éxito sólo en “el ascenso social contribuye muy poco a cultivar los lazos sociales o los vínculos cívicos que requiere la democracia”, se necesitan fórmulas que hagan posible “que quienes no asciendan florezcan allá donde se encuentren y se vean a sí mismos como miembros de un proyecto común” (Sandel. La tiranía del mérito, 2020.p., 288).