Nuestro hijo Charly es físico y metafísico, como corresponde; además de eso sabe de creatividad lo que no está escrito, pero la inteligencia artificial, que todavía está en sus inicios, no le hace mucho tilín. En efecto, la inteligencia artificial (respecto de la cual anticipo ya mi completa ignorancia, como en seguida advertirá el avisado lector) se ha convertido en uno de los grandes miedos del siglo XXI, por si tuviéramos pocos, haciendo buena aquella conocida afirmación de Hobbes: “el día en que yo nací mi madre dio a luz dos gemelos, yo y el miedo”.
De la inteligencia artificial nos asusta especialmente la magnitud que puede llegar a alcanzar dejando chiquitos a todos los Himalayas juntos. Pues ¿qué será del planeta Tierra cuando ya no esté regido por conciencias humanas, sino suprahumanas?, ¿cómo gestionara su casi omnipotencia?, ¿quién podrá alimentarla?, ¿se convertirá dicha inteligencia artificial en un fin en sí misma? El pesimista acérrimo responderá que, regido como lo está ahora por inteligencias humanas, este mundo es ya tan inhumano, que lo mismo dará lo natural que lo artificial, pero el pesimista se equivoca al comparar las inteligencias naturales con la artificial, que jugará en otra liga, cuyas reglas de juego gramaticales no estaremos en condiciones de entender, ni tampoco quién tomará las decisiones arbitrales para determinar quiénes son los ganadores. No hay término de comparación. ¡El superhombre de Nietzsche iba a ser la megamáquina!
De todos modos, si el gran tamaño del cerebro de los gorilas contrasta con la estupidez de sus vidas, y al gran tamaño del cerebro de algunos científicos famosos le ocurre lo mismo muchas veces, entonces los gorilas y los grandes científicos famosos destacan por lo mismo. En este cuadro incluimos también a la inteligencia artificial, la cual, por mucho que cuente con un infinito número de ceros a su derecha, tendrá el mismo valor que un solo cero a la izquierda cuando, habiendo desbancado al humano definitivamente, pase a actuar de forma autónoma. No hay oráculo ni sibila ni augurio que puedan predecirlo.
Pero la inteligencia artificial va de consuno con la abolición del hombre, tan ansiada por la filosofía de mediados del siglo XX, favorable a la desaparición de la humanidad y a su sustitución por cualquier cosa. ¿Qué fue lo que activó su fuga mental hacia la formicología? Cuando los filósofos parisinos repetían con Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje que “hay que emprender la resolución de lo humano en lo no humano estudiando a los hombres como si fueran hormigas, ya que el fin último de las ciencias humanas no es constituir el hombre, sino disolverlo”, comencé a darme cuenta de que tenía que estudiar psicología para ayudar a los salvajes que piensan como tales. Y, puesto que ya estamos en ello, a trabajar; como diría un castizo: enterao, que aquí va a haber un gran cisco.
Incluso la cauchinología o cochinología triunfante entre ejecutivos estresados nos dice que lo que pensamos sobre nosotros mismos va a determinar lo que realmente seamos, y que seremos no lo que seamos, sino lo que queramos ser, pues demasiado Nadal. ¡Fantástico, como siempre pensé que soy Albert Einstein, ergo lo soy! Qué forma tan sencilla de hacer el ridículo. Ya antes, el Oriente había definido con Patanjali al yoga como la “supresión de los estadios cambiantes de conciencia”. ¡Perfecto: metamos cabeza del ala, no va a pasar nada, algo deliciosamente tedioso y además imposible, al menos porque el cuerpo cambia, que se lo pregunten al mío! Una conciencia crionizada, catatónicamente desmayada, descodificada para la vida no despierta en mí inter/és alguno. Por lo demás, suprimir “los estados” de conciencia es postular un sistema cerrado, como la pescadilla que se muerde la cola, por poner un ejemplo tan trivial como argumentalmente sólido.
Si este mi discurso fuera hasta aquí impecable (aunque todo es pecable en este mundo, donde no existe la impecantia), todo ha venido conspirado hacia lo que, tras la “muerte de Dios”, se ha denominado “muerte del hombre”, y su postrero “yo no me encuentro nada bien”. En ese deterioro de la imago hominis ha surgido cual bálsamo de Fierabrás lo que se esperaba, la solución de la disolución del hombre sin el hombre, una especie de despotismo ilustrado con su lema “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
La inteligencia ha muerto, viva la “inteligencia sin yo”. ¿Significa eso que también me robarán el yo subconsciente que ni siquiera conozco, y que por eso mismo no forma parte de mi yo con plenitud?, ¿expoliará el yo artificial mi entera razón, arrancará de cuajo mis afectos y mi ethos moral y los superará computacionalmente por algoritmos matemáticos?, ¿y si, en virtud de mi libertad electiva, auctiva y oblativa me niego rotundamente a aceptar las órdenes de la máquina imperialista, me quedare entrópicamente frío, inerte, como escoria cósmica, evaporado? ¡Amada libertad, siempre presente por su ausencia!
Celebro los derechos que las personas dan a los animales, pero no porque sean derechos animales, sino porque son deberes que las personas nobles les conceden libremente. ¿Encontraremos algo de esa nobleza en el universo arácnido de las máquinas suprahumanas que comenzarán su andadura como “hombres de silicio”, al margen de los derechos humanos? Hans-Helmut Dietze, en su Naturrecht in der Gegenwart (1936) escribía: “derecho es lo que los hombres arios consideran que es tal, no derecho lo que ellos desaprueban”. Hombres arios o máquinas arias, aquí todos vamos a cantar mientras tanto la Traviata, ríete tú de los peces de colores. Los derechos de las máquinas no van a molestarse siquiera en construir campos de exterminio ni en hacer jabón con nuestros cabellos, la suya es otra guerra, la de las galaxias. Llevadas las cosas a sus causas y concausas, ni siquiera ha lugar para la comparación entre nazis y máquinas artificiales inteligentes, sencillamente porque las vidas humanas no tendrán en la memoria de estas últimas el menor hueco para el pasado remoto humano, pues ¿cómo podría interesarles sin mí la inteligencia contra mí? Por lo mismo, cuando la inteligencia artificial, por hibridación intrasistémica, es decir, por matrimonio endogámico entre las máquinas mismas, se haya vuelto absolutamente autónoma y a mil codos por encima de la humana, ya no tendrá sentido preguntarse qué fue ni qué será de esta última.
¿Y? ¿Entonces? ¿Qué? Pues yo me veo corriendo desaforadamente por las calles de Salamanca gritando atropelladamente, aunque no sirva para nada, por dignidad: “¡mi yo, mi yo, que me roban mi yo!”. Fervorosamente (fervor proviene de hervor) a su lado, allí estaré junto a don Miguel de Unamuno con todo mi ser ardiente debajo de la pancarta, llueva o truene, hasta que me caiga un rayo salido del intonso dedo de Pericles de la máquina misma. En un momento dado Nietzsche hace decir a Zaratustra: “ahora me veo a mí mismo por debajo de mí”, pero entonces será cuando diste de estar en su momento más bajo.
Sí. Ahora es cuando hace falta gente bien bragada, perdóneseme este adjetivo que no desea suscitar ninguna rebeldía de género. Lo que precisamos es rebeldía de humanidad, aunque para ello tengamos que agarrar unos buenos mazos y derruir todos los nidos de cucaracha, todas las madrigueras, todas las redes de topos, construir barricadas y generar interferencias con nuestra humanidad. Matemos al tirano, a las barricadas, a desalambrar, a vivir con honra antes que morir con vilipendio, a llenar con belleza el apoyo mutuo poiético, creativo. Saquemos luego las sillas de paja a las puertas de nuestras casas a la caída de la tarde, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañeros del alma, compañeros...