En el mundo de la gestión universitaria, como en el de la economía familiar o en el de la propia política democrática, ha de tenerse muy en cuenta la disponibilidad económica si lo que se desea es culminar una gestión realmente eficaz y que atienda, de manera adecuada y lo más justa posible, a las necesidades del Campus.
El no tener en cuenta el siempre complejo y escasamente atractivo asunto presupuestario, genera a la larga situaciones rocambolescas, donde unos piden lo que es justo (sindicatos) y otros (los que ejercen el gobierno de la universidad) se niegan a concederlo.
Para no tener que asumir la realidad, esto es, que ignoraban la situación económica real de la universidad a la que, en su momento, presentaron candidatura a rectora o rector, y hoy gobiernan, maquillan cifras, alteran baremos, crean criterios insólitos de manera imprevista y acelerada, etc. Y todo parte, casi siempre, del mismo problema: se presentan a candidatos con una grandilocuencia y una alegría contagiosa digna de mejor causa, con unos eslóganes a cuál más colorista, pretencioso y fantasioso y, cuando son aupados al poder universitario por los “fieles” pobladores del Campus, siempre a base de desconocer la cuestión económica que es el elemento clave de la acción de gobierno, es cuando empieza la fase “creativa”. Dicha fase consiste en que se reparte el poco dinero existente a golpe de Excel y de criterios que parecen proceder de la IA (en este caso, más que Inteligencia Artificial significaría, si se me permite la ironía, Improvisación Acelerada), eso sí en detrimento de cualquier atisbo de racionalidad, justicia o incluso de sentido común. Se actúa, en este escenario, como los jueces mal formados o peor intencionados: primero deciden el caso con arreglo a criterios al margen del ordenamiento jurídico (por presiones, desconocimiento o imperativo de criterios ajenos a los propios de la función judicial) y luego lo estudian detenidamente para justificar el fallo que han adoptado a priori sin atender al Derecho vigente y sin razonar la solución a la que llegan argumentando desde dicha normativa aplicable.
Eso sí, cuando se actúa con prudencia en lo que se promete, se modera la euforia propia de las campañas electorales convencionales, se atiende a los argumentos del rival (que no enemigo), se contemplan los medios económicos para hacer posible lo que se ofrece, en suma, cuando se concibe la campaña electoral como un “contrato” con la comunidad universitaria, esto es, cuando la candidata o candidato se comporta conforme a esas pautas, recibe un apoyo mínimo del cuerpo electoral. Por consiguiente, merecemos mejores candidatos, pero también necesitamos en el Campus electores y electoras mucho más exigentes y capaces de valorar a las candidaturas que ofrecen programas responsables fundamentados en un estudio profundo de los problemas de la universidad que tenga presente la disponibilidad económica real en el corto y en el medio plazo.