José Luis Colomer Viadel.*
Profesor de Filosofía
En los medios de comunicación hemos oído en boca de una conocida política liberal madrileña, como ella misma se define, exponer el falso dilema: “¿Libertad o comunismo?” dirigido a atacar al actual gobierno de coalición. El mensaje parece ser: o se acepta la libertad en sentido liberal o tiene uno que desaparecer en el Estado, dejar de ser individuo, para lograr la “libertad” comunista. Existe otra posibilidad: la de concebir la libertad política como una libertad que exija un reconocimiento por parte de los poderosos y no sólo su indiferencia, eso creo y también lo cree el movimiento intelectual o filosófico que se denomina civicismo ( en defensa de la ciudadanía) o republicanismo cívico (haciendo alusión a la idea de lo público como predominante en la gestión de gobierno). Los civicistas enfrentan al liberalismo en su mismo terreno: en el debate sobre la libertad, eso sí, su propuesta incluye un concepto de libertad que va acompañado de ciertas garantías para su realización.
Los liberales de todos los tiempos defienden una libertad llamada de “no interferencia”, de “ser dejado en paz” por los poderes establecidos, políticos y económicos. Fue muy útil ante el poder absoluto de los monarcas, permitió el desarrollo del capitalismo incipiente, y creó una esfera que contenía los derechos individuales (de pensamiento, de expresión de ideas o de propiedad privada, etc.), que forman parte ya de nuestras vidas. En un momento dado, el liberalismo dejó de lado otro tipo de libertad que evitaba los que los poderes patriarcales, económicos y políticos pudieran ejercer una amenaza indirecta ante los individuos aislados y vulnerables. En ese contexto se puede considerar a uno ser libre y, no obstante, estar obligado a elegir entre un contrato de trabajo abusivo o la vida bajo un puente, cuando no existen más alternativas. Libertad tampoco consiste en poder elegir entre una vida de sometimiento en la pareja o a la marginación social si las redes de protección social faltan. Si, como pretenden los liberales, el poder político se legitima por el triunfo en la competición electoral, sean cual sean sus condiciones, los políticos se sentirán autorizados a llevar a cabo cualquier acción con tal de mantenerse en el poder. Rendirán cuentas sólo a sus seguidores y prescindirán de consideraciones relativas al conjunto. El tipo de libertad que potencia lleva a un individualismo que permite a los poderes (público, económico o patriarcal) tratar a los individuos como objetos de un control de baja intensidad, pero coactivo al fin y al cabo, y en su marco conceptual no cabe la necesidad de potenciar la capacidad de reacción frente a estos poderes mediante un asociacionismo activo. La libertad olvidada por este liberalismo, la “libertad como no dominación” pretende restaurar la dignidad del ciudadano perdida en su vida laboral, política, o privada, cosa que no consigue una libertad que consiste, meramente, en no ser molestado o ser dejado en paz.
Si el sujeto no puede mirar “cara a cara” a su empleador, a su gobernante o a su pareja es que es potencialmente su siervo, y debe someterse a ellos para medrar o simplemente subsistir. El valor de no ser dominado por otros parece universal y es lo que persigue restaurar la filosofía republicanista o el civicismo social. Expone que sus ideas no son nuevas, ya estaban presentes tanto en los clásicos –Aristóteles, Cicerón, Maquiavelo-, como en los fundadores de la democracia americana, por ejemplo.
La libertad liberal como no interferencia mantiene a los individuos aislados, preocupados exclusivamente por su bien individual, ajenos a los bienes comunes: la salud social, el medio ambiente, a los inmigrantes que forman ya parte de nuestra sociedad, etc. Afirman, en un extremo, que la sociedad no existe, sólo existen los individuos. Cualquier intromisión en la esfera individual, por ejemplo en la propiedad privada, mediante los impuestos, es equiparada a un robo o un acto delictivo. La única alternativa al liberalismo no es la desaparición de la propiedad y el individuo dentro de una sociedad totalitaria, como pretende hacernos creer la creadora del mensaje político que nombramos al principio. Se puede, y así lo quiere el civicismo, recuperar el sentido de la comunidad, respetando los derechos individuales, las diferencias culturales, y las desigualdades en el nivel de riquezas de los ciudadanos. Pide para ello que se difundan y practiquen por parte de la ciudadanía valores como el patriotismo (entendido de forma no excluyente, sino como el orgullo de estar construyendo una sociedad equitativa), la honestidad (no valorada por demasiados políticos, siendo la deshonestidad aceptada ya como mal inevitable por la ciudadanía), la abnegación (el saber abstenerse de consumir algunos bienes si con esto obtiene un beneficio para el resto de ciudadanos), el activismo político de los ciudadanos que suponga un desafío permanente para todo gobierno civicista; y, por supuesto, el valor de la solidaridad, olvidada por doquier y que lleva a tildar al Papa católico de comunista. También la lealtad a los principios acordados constitucionalmente y que deben ser respetados por todos. El nivel de asimilación social de un liberalismo rampante hace que algunos grupos interpreten como inconstitucional cualquier medida que restrinja sus libertades privadas, aunque vayan encaminadas a poder dominar la pandemia que sufrimos, olvidando que el derecho a la salud de sus conciudadanos -que ellos amenazan con su conducta- forma parte de los derechos básicos de esa misma constitución.
El presentar estos valores ideales contrasta con la realidad social y política de muchas de nuestras democracias cualitativamente desarrolladas, en los que brillan por su ausencia.
Como alternativa a la desazón social que crea el mal funcionamiento de nuestros sistemas políticos, se genera en casi todos ellos un neoconservadurismo, que atrae a muchos vulnerables con la promesa de una nueva cohesión mediante la vuelta a valores tradicionales (el retorno a la familia heterosexual, el aumento de las restricciones al derecho al aborto, etc.), acompañados de una recentralización del poder político. Se postula una atractiva rebelión contra las élites y el Estado. Las consecuencias son evidentes: con el retorno a la tradición se arrinconarían culturas externas que conviven con nosotros y se propiciaría una suerte de xenofobia que potencia la cohesión interna del grupo. Su hermanamiento con el liberalismo se da en la prometida rebaja de impuestos y la minimización de lo público o estatal, todo lo cual oculta, aviesamente, el mantenimiento de todas las desigualdades de poder económico y la disminución de la capacidad redistributiva de una política fiscal progresiva.
La disyuntiva real consiste en responder a la siguiente pregunta: ¿Deseamos vivir en sociedades dónde la mayoría de ciudadanos estén sometidos a las posiciones de poder (económico, social o político) más elevadas? ¿O, por el contrario, preferimos hacerlo en sociedades dónde las leyes (obtenidas a partir de una deliberación conjunta) sean acatadas y reflejen que el respeto mutuo es un principio necesario en toda relación social? No se debe negar el derecho a buscar la felicidad del modo que a cada cual le convenga, siempre y cuando esto no lleve a promover la dominación de unos sobre otros, o se les niegue el derecho a ser reconocidos en su dignidad como personas. La esfera individual debe respetarse con estos límites que es razonable defender.
Este sería el dilema práctico real: O luchar para construir sociedades libres, y a la vez justas, defendiendo la libertad como no dominación, o evitar activamente que esto ocurra.
*Coautor del libro Republicanismo cívico. Ed. Laberinto. Madrid.