Desde la palabra, con amor
Baltasar Gracián. Discurso LXI de su Agudeza y arte de ingenuo: “descendiendo a los estilos en su hermosa variedad, dos son los capitales, redundante el uno, y conciso el otro, según su esencia: asiático y lacónico, según la autoridad. Yerro sería condenar cualquiera, porque cada uno tiene su perfección y su ocasión. El dilatado es propio de oradores; el ajustado de filósofos morales. Hase de procurar que las proposiciones hermoseen el estilo, los misterios le hagan preñado; las alusiones, disimulado; los empeños, picante; las ironías le den sal; las crisis, hiel; las paronomasias, donaire; las sentencias, gravedad; las semejanzas lo fecunden y las paridades lo realcen; pero todo esto con un grano de acierto: que todo lo sazona la cordura”. A la vista de esto, ¿cómo no considerar un desperdicio el afán por hablar mal, si hablar mal es vivir mal?
La palabra, mi señora Dulcinea, no está a la altura de nadie si posee el arte del ingenio. El ingenio es la limosna del genio, su bisutería, y hasta su insulto: es “ingeniosillo”, se dice entonces. Entre genio e ingenio está lo genialoide, por ejemplo, cuando los hispanos llaman Diosito a Dios, o Doctor Carlitos a mí mismo, lo cual rebaja la altura del doctor y aumenta la afectividad del don Carlos. Cuando Cervantes escribe “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera que mi corazón enflaquece” hay más ideas que palabras, por eso me salto los textos donde hay más palabras que ideas. Qué bueno fuere endosar a cada palabra un concepto, y a cada concepto una idea; mantenerse erguido y sin esbarizar en ese aticismo propio del burgalés.
El lenguaje sale de la fragua a golpes de fuego, entre sudor y lágrimas, inherentes a toda escritura, siempre vedada de perfección. La fragua es la morada de la palabra: ojalá fragüe bien, se dice el artista. Uno quisiera decir menos palabras y añadir mejores conceptos para dar profundidad a la hermosura. Entre la hojarasca flamígera y la palabra concisa, se mueve el lenguaje. Las elipsis primero, en lucha con la tentación académica de citar demasiado. La anfibología después, los dobles o triples sentidos, el albureo, juego interminable, la réplica jocosa, su dúplica, el calambur, el retruécano, repentizar, mravilloso rayo que sin herir aporta nueva luz y extiende el campo semántico.
La etimología, bienvenida la intertextualidad de latinos, griegos, medievales, renacentistas y modernos, todo es sintaxis, complejidad, trabazón eutectónica. Y con estos palabros hay que invitar a la consulta del diccionario, que según mis enemigos se ha hecho para entenderme. Amoroso deliquio del humor, amor se escribe con h de humor. Qué buenos ratos los autoburlescos, la sátira sin atrábilis. La eutrapelia, lo hilarante, lo que casi te mata de risa: dos que ríen juntos rezan el rosario juntos; como hubiera dicho el padre Payton: familia que ríe unida permanece unida. Para algunos, la comicidad se entrevera con la causticidad de hoja afilada que eventra los intestinos ajenos: reconozco que se me va el cuchillo hacia la yugular cuando me veo incapaz de callar una idea brillante. Mi generación ha nacido polémica, quevedesca y gracianiana, con su pasado angosto y su angustia de futuro.
Cuando lo clásico se vuelve excesivamente pícaro brotan las paronomasias, la ambigüedad, la paradoja, las muchas metáforas, la amalgama, los incendios verbales, el intercambio de estoconazos dialécticos, la polisemia de posibilidades infinitas, el quiasmo o intercambio de textos, como en el siempre admirado Quevedo: “hay muchos que siendo pobres merecen ser ricos y los hay que siendo ricos merecen ser pobres”.
Tan efímero puede ser el lenguaje escrito (gestos, ecos), como el oral. Se dice que aquél constituyó una época de aladas palabras que el viento dispersaba, y que sólo la memoria podía retener, en contraposición con las palabras inmóviles de la escritura, y que, una vez escritas, las narraciones orales perdían su fluidez, su elasticidad, su improvisación y su lenguaje venatorio. Yo no lo creo. Hablada o escrita, si realmente lo es, la palabra comunica cuerpos y almas, no existen palabras huérfanas, cojitrancas, si se buscan. Hasta las apergaminadas pueden ser rescatadas del frío del olvido y retomadas tras su deshielo en forma de nuevas primaveras. Las palabras no son objetos, sino sujetos liberados de la presión normativa y de los cánones por personas sensibles, delicadas, cual flechas lanzadas al infinito.
Yo no creo que oralidad y textualidad sean dos géneros diferentes. Ni la palabra pensada, ni la proferida, ni la escrita, ni la por escribir me parecen opuestas: tan agua es el agua en el estado sólido, como en el líquido, como en el gaseoso, el agua gruesa como el agua mansa. La rigidez solidificada de la escritura es una de sus peores posibilidades. Quizá la palabra escriturada, a costa de haber perdido la fresca jovialidad de la hablada, gane en su remansamiento, pero ambas pueden renovarse, evaporarse para de nuevo refundirse, acrisolarse y después precipitarse con las lluvias de abril y el sol de mayo entre renuevos verdes. La primera vez que desde tu ceguera tocas la rugosidad física de un libro te parece todavía un árbol que camina, pero luego, despejada la vista poco a poco y ganada alguna claridad en tu campo perceptivo, se te antoja como un ciervo dirigiéndose a sus fuentes. Toda palabra es palabra de honor.
Del mismo modo, los libros pensados y no publicados son libros enteros y verdaderos, y puede que hasta más cercanos al hontanar de la conciencia, que es el silencio cuya voz hiere. La palabra es un arte efímero modificable, pero al propio tiempo eterno, esencial e inmutable, pues permanece allende sus metamorfosis. Algunos hablan mejor de lo que escriben, o a la inversa, pero todos piensan, y ahí está la magia; cuando el pensamiento falla, su prolación da paso al caos. Escribir es más laborioso que hablar, hablar lleva menos tiempo, pero sólo en esto radica la diferencia básica con el oficio de escribir. Cuando oigo a un verdadero Crisóstomo o pico de oro soy arrastrado al fondo de su crisostomía, pero no me detengo en los gorgojos: en los libros de historia traducidos del inglés, los soldados ya no se alojan en cuarteles, sino en barracones, porque la palabra inglesa que significa cuartel es barracks. A veces, un traductor deficiente se vuelve taumaturgo y hace que un muerto vuelva a la vida, y escribe “resucitar” donde pone resuscitate, reanimar a quien ha perdido el conocimiento. Dejemos que las palabras muertas entierren a sus muertos. Los gorgojos son los gargajos del pensamiento salidos de bocas especializadas en confundir, allí donde se pierde la sintaxis entre lo dicho y lo hecho.
Esa hipocresía es el decir vacío, que me molesta más cuando el decidor hipócrita soy yo, hasta el punto de avergonzarme no sólo de serlo, de ser un hipócrita, sino incluso de simplemente ser. El hipócrita parolero tiene muerta la mitad de su ser, a diferencia del veraz, que está vivo en cualesquiera de sus manifestaciones, sólida, líquida, o gaseosa, al punto de sangrar por el libro que escribe. Sangrar un libro vivo no es la sangría, ese dejar libres y despejados los espacios laterales para que cabalgue airosa la grafía, sino lo contrario: su operación a corazón abierto, una gigantomaquia.
¿Se puede crear lingüísticamente sin recordar? Quien aprende a caminar sobre el espejo de la palabra después de un determinado quebranto cerebral grave queda obligado a pasar por una larga rehabilitación y un severo reaprendizaje. Más suerte tienen nuestros primos los primates, que agarran la brocha y, sin pensarlo dos veces y con la mente en blanco, se suben por las paredes a llenar de chafarrinones lo que les dictan sus instintos reminiscentes. Esto último no es propio de la persona cabal, aunque agarrar la pluma, convertirla en brocha gorda y ensuciar las paredes al modo de grafiteros descerebrados pueda en un momento determinado llegar a estar al alcance de cualquier cabreado, cuyo enfado puede llevarle a las cumbres más borrascosas, sin solemnes hexámetros épicos.