Nuestra crisis no sólo es económica. Fundamentalmente es una crisis de
valores. Aceptamos con naturalidad que
el fraude fiscal alcance el 25% de nuestra producción de riqueza, es decir, del
PIB, cuando no pasa de entre el 5% y el 7% en otros países europeos.
La
chapuza en vez del rigor profesional y
las diferentes formas de picaresca para engañar o defraudar a posibles clientes
de bienes o servicios es frecuente y con el agravante de que a menudo las
víctimas son los más vulnerables por su indefensión: ancianos, desinformados y
crédulos. Lo que éticamente es más
reprobable.
Ahora
bien, ¿qué ejemplaridad hay en esos dirigentes de empresas, especialmente en
las financieras, causantes de quiebras monumentales aunque sean enmascaradas,
por incompetencia o negligencia, cuando no es por expolio desordenado de
recursos, y para mayor escarnio beneficiarios de indemnizaciones descomunales
al abandonar el barco cuyo naufragio han provocado o no impedido, por su
desidia o incompetencia?.
Vivimos
en esa idolatría de los mercados que es una idolatría de las codicias
despiadadas, y nos tiembla la mano para imponer ejemplaridad en los castigos y
tal vez rescatar el antiguo delito de usura que en el derecho romano era un
delito infamante con penas de devolución del cuádruplo de lo prestado
usurariamente.
Otro
error moral y económico que tiene un sustrato político, es mantener a esos
millones de parados sin hacer nada, en actitud mendicante que afecta a su
dignidad personal y repercute en su equilibrio psicológico, en vez de
movilizarlos para multitud de tareas comunitarias por realizar, tan necesarias
en esta situación de emergencia social y económica.
Ahora
bien, si exigimos sacrificios, contención de ingresos y aumentos de tareas,
sería justo que cuando la recuperación se produzca y vengan tiempos de bonanza
que también estos esforzados y sacrificados de antes sean partícipes y
beneficiarios de los excedentes y plusvalías producidas en buena medida por ese
esfuerzo compartido.
El
viejo principio de equidad de “dar a cada uno lo suyo”, debe rescatarse si
verdaderamente queremos movilizar ese esfuerzo común y general de recuperación
como tarea sentida y valorada por todos.
Sin
lugar a dudas junto a la proclamación de los derechos y sus garantías tenemos
que asumir la responsabilidad en el cumplimiento de los deberes. Si todos fuéramos autoexigentes en la
asunción rigurosa de nuestros deberes, los derechos serían una emanación
natural de ese entrecruzamiento de responsabilidades. Es cierto que estamos aún alejados de este ideal. Se hace especialmente odiosa la desigualdad
entre los que cumplen y los que escapan por mil vericuetos fraudulentos de
estas obligaciones cívicas, profesionales y personales.
Llamativo
resulta también la indiferencia de muchos políticos hacia los generadores de
conocimiento, más allá de una retórica falsa.
La adulación de los áulicos asesores que se desviven porque no se
moleste al líder clarividente, con nada que lo contradiga o ilumine sus
desconocimientos, cortocircuita toda información que no sea de loa a su
trayectoria triunfal. Este es otro
círculo pernicioso que hay que romper con transparencia y puertas abiertas a
los aportes críticos y mejorativos. El
caso del plan de empleo del equipo del Profesor Parra Luna ya citado en este
periódico, es un buen ejemplo.
En el
plano político los electos tienen una exigencia añadida de ejemplaridad. Habría que introducir en nuestro ordenamiento
jurídico constitucional la posible revocación de mandatos y cargos, por
iniciativa popular, cuando la contradicción
e incumplimiento entre lo prometido y lo realizado resulta éticamente
insoportable.
Y aún
antes, en el compromiso cotidiano ¿ por qué no rendir cuentas a los ciudadanos
de cada paso que se da? Y tener el
coraje cívico de justificar decisiones que puedan ser coyunturalmente
impopulares pero que se consideren necesarias.
Hay que
facilitar las iniciativas legislativas populares y oír el pálpito de la opinión
pública y favorecer la presencia de los ciudadanos en todos aquellos órganos
administrativos en donde se toman decisiones que les afectan.
Debemos
potenciar a los defensores del pueblo para la protección de los derechos y
libertades ciudadanas, ante el comportamiento de aquellos administradores
públicos que los desconozcan o violen, pero también por todas esas prácticas
burocráticas de la mala administración: lentitudes, retrasos, negligencias,
extravíos de expedientes, desconsideración y menosprecio de los administrados,
etc.
Una
tarea gigante de recuperación social y económica no es posible sin un rearme
moral, y este se asienta en una conciencia ciudadana que cree en la justicia
para todos, y el castigo de los culpables, sin privilegios ni excepciones.
Regenerar
la política tiene que partir de dar un protagonismo responsable a la
ciudadanía, comprometerles en esa tarea de reconstrucción social, económica y
ética. Y no tener miedo al pueblo. Quien lo tiene es un ateo en política.