Guillermo
Lariguet*
Muy
recientemente en Argentina se ha levantado una significativa oleada de odio en
contra de los investigadores del Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas de la Argentina (CONICET, por sus siglas). Se trata del
organismo federal más importante y prestigioso de mi país. Este odio ha sido
manifestado principalmente en las redes sociales por varios ciudadanos a
propósito de los actuales recortes que, en ciencia y técnica, ha establecido el
actual gobierno nacional. Estos
ciudadanos han creído que los recortes
son acertados por diversas razones. Una de ellas revierte especialmente sobre
los investigadores que pertenecen a las llamadas humanidades y ciencias
sociales. Es decir, hacia filósofos, teóricos literarios, etc., si por ejemplo
pensamos en humanidades, y hacia sociólogos, historiadores, etc., si pensamos
en las ciencias sociales. Una de las afirmaciones de estos ciudadanos es que
las humanidades y las ciencias sociales constituyen la mortaja con la que se
cubren parásitos cuya productividad es nula por dedicarse a temas socialmente
intrascendentes. La afirmación se complementa con la idea según la cual
solamente las ciencias naturales (a veces llamadas “exactas” o “duras”) son
verdaderamente eficaces y útiles y, por lo tanto, deben ser financiadas
públicamente, excluyendo a las humanidades y ciencias sociales.
Las afirmaciones
de estos ciudadanos son solamente eso: afirmaciones. No se encuentra ningún
tipo de argumentación más o menos plausible que respalde las mismas. No quiero
ahora ofrecer una “teoría del odio” para el caso argentino ni tampoco propugnar
una teoría que explique la raíz psico-social de las afirmaciones. Más bien
quiero apuntar en otra dirección.
Para empezar, diré
que, en general, en el mundo, y no sólo en Argentina, el grueso del presupuesto
público se destina a las ciencias “duras”. Las razones para esta preeminencia
de las ciencias naturales sobre las sociales son históricamente complejas.
Claramente, las ciencias naturales han mostrado en los últimos siglos
resultados impactantes en áreas como la medicina, la genética, la física cuántica,
etc. Nadie puede discutir esto. Tampoco es posible objetar que las humanidades
y las ciencias sociales se desarrollan en el contexto de disensos metodológicos
y sustantivos a veces profundos. Sin embargo, algo que se encuentra mayormente
desatendido es un dato como el siguiente: son precisamente las propuestas
teóricas de las disciplinas pertenecientes a las humanidades y a las ciencias
sociales las que han hecho –y hacen-
posible el desarrollo de las ciencias naturales. Y esto porque tales disciplinas
y sus teorías subyacentes han reflexionado sobre los mejores modos de hacer
política, y esto incluye a la política económica y a la científica. Pongo
algunos ejemplos tomados en préstamo de la filosofía política. Las propuestas
de Augusto Comte o de Jeremy Bentham, por ejemplo, son las que llevaron a
pensar en nuevos diseños sociales e institucionales. Sin la idea de Max Weber
sobre las estructuras de la legitimación racional sería poco concebible el
estado moderno. Por su parte, en el siglo XX, propuestas sobre cómo ordenar una
sociedad a fines de que se consideren justas sus estructuras sociales han hecho
destacar a pensadores como John Rawls,
Amartia Sen, Gerald Cohen o Michael
Sandel. O, desde otro punto de vista, se pueden recordar aportes como los de
Joseph Stiglitz a la construcción de economías más justas que aquellas libradas
a la “mano invisible” subyacente a un supuesto mercado perfecto. Los ejemplos
podrían continuarse muchísimo más. Detrás de teorías sociales o filosóficas
sobre cuestiones como el castigo, la cárcel, la sociedad justa, los derechos
humanos, la estructura del orden internacional, las bases de una economía social o la
estructura que debe asumir socialmente la ciencia, hay investigadores meditando
en las mejores maneras de su implantación social.
Como toda teoría
genuinamente científica, o por lo menos refutable mediante buenos argumentos
(como en el caso de la filosofía), es dable reconocer que las mismas pueden ser
falibles. La experiencia le demostró a Platón que en manos de tiranos ciertas
ideas sociales podían ser contraproducentes. El comunismo stalinista también
fue una prueba de la deformación de ideas potentes y nobles en las teorías
marxistas.
El punto que
quiero hacer con estos ejemplos es el siguiente: todas estas teorías filosóficas
o sociales han propuesto modelos de sociedad, economía, justicia, estado de
derecho, democracia sin los cuales, a la larga, no habría sustento conceptual
para los diseños políticos que finalmente se implementan en cierto momento
histórico. Y a esto no escapa ni siquiera la articulación de una política
científica que diseñe de modo concreto la manera en que los científicos deben
brindar sus resultados. El hecho de que los científicos naturales puedan
obtener productos aplicables depende, en una medida importante, de diseños
políticos que hacen posible un presupuesto, o un laboratorio, un microscopio,
así como universidades y gobiernos; normas y diseños, en una palabra, que
posibilitan la investigación científica.
La denostación
de las humanidades y ciencias sociales referidas al principio de esta nota,
basadas en el odio, obedecen a ignorar el punto que acabo de señalar. Más allá de la antes referida contribución de las humanidades y las ciencias
sociales es preciso asumir, empero, algo muy importante que trasciende el
criterio de utilidad directa: las humanidades y las ciencias sociales son un
esfuerzo denodado por mejorar nuestra comprensión del ser humano y de la sociedad. Pensemos, solamente a título
de ejemplo, en una obra como “Las fuentes del yo” de Charles Taylor o las
explicaciones antropológicas de Marvin Harris sobre la raíz de la caza de
brujas en la antigüedad. Se trata, en estos casos, como en tantos otros que se
podrían citar, de testimonios teóricos que dan cuenta del objetivo valioso de entendernos
a nosotros mismos. Las mencionadas cuestiones ejemplificadas, como se ve,
forman también parte del “universo” por el que se interesan los científicos naturales, aparentemente no
denostados por estos ciudadanos en las redes sociales argentinas.
* Conicet, Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales de la
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Miembro del Programa de Ética y
Teoría Política de la misma universidad.