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02/02/2017

SOBRE LAS DENOSTADAS HUMANIDADES Y CIENCIAS SOCIALES


por Guillermo Lariguet


Guillermo Lariguet*

 

Muy recientemente en Argentina se ha levantado una significativa oleada de odio en contra de los investigadores del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la Argentina (CONICET, por sus siglas). Se trata del organismo federal más importante y prestigioso de mi país. Este odio ha sido manifestado principalmente en las redes sociales por varios ciudadanos a propósito de los actuales recortes que, en ciencia y técnica, ha establecido el actual gobierno nacional.  Estos ciudadanos han creído que  los recortes son acertados por diversas razones. Una de ellas revierte especialmente sobre los investigadores que pertenecen a las llamadas humanidades y ciencias sociales. Es decir, hacia filósofos, teóricos literarios, etc., si por ejemplo pensamos en humanidades, y hacia sociólogos, historiadores, etc., si pensamos en las ciencias sociales. Una de las afirmaciones de estos ciudadanos es que las humanidades y las ciencias sociales constituyen la mortaja con la que se cubren parásitos cuya productividad es nula por dedicarse a temas socialmente intrascendentes. La afirmación se complementa con la idea según la cual solamente las ciencias naturales (a veces llamadas “exactas” o “duras”) son verdaderamente eficaces y útiles y, por lo tanto, deben ser financiadas públicamente, excluyendo a las humanidades y ciencias sociales.

Las afirmaciones de estos ciudadanos son solamente eso: afirmaciones. No se encuentra ningún tipo de argumentación más o menos plausible que respalde las mismas. No quiero ahora ofrecer una “teoría del odio” para el caso argentino ni tampoco propugnar una teoría  que explique la raíz  psico-social de las afirmaciones. Más bien quiero apuntar en otra dirección.

Para empezar, diré que, en general, en el mundo, y no sólo en Argentina, el grueso del presupuesto público se destina a las ciencias “duras”. Las razones para esta preeminencia de las ciencias naturales sobre las sociales son históricamente complejas. Claramente, las ciencias naturales han mostrado en los últimos siglos resultados impactantes en áreas como la medicina, la genética, la física cuántica, etc. Nadie puede discutir esto. Tampoco es posible objetar que las humanidades y las ciencias sociales se desarrollan en el contexto de disensos metodológicos y sustantivos a veces profundos. Sin embargo, algo que se encuentra mayormente desatendido es un dato como el siguiente: son precisamente las propuestas teóricas de las disciplinas pertenecientes a las humanidades y a las ciencias sociales las que han  hecho –y hacen- posible el desarrollo de las ciencias naturales. Y esto porque tales disciplinas y sus teorías subyacentes han reflexionado sobre los mejores modos de hacer política, y esto incluye a la política económica y a la científica. Pongo algunos ejemplos tomados en préstamo de la filosofía política. Las propuestas de Augusto Comte o de Jeremy Bentham, por ejemplo, son las que llevaron a pensar en nuevos diseños sociales e institucionales. Sin la idea de Max Weber sobre las estructuras de la legitimación racional sería poco concebible el estado moderno. Por su parte, en el siglo XX, propuestas sobre cómo ordenar una sociedad a fines de que se consideren justas sus estructuras sociales han hecho destacar a pensadores como  John Rawls, Amartia Sen,  Gerald Cohen o Michael Sandel. O, desde otro punto de vista, se pueden recordar aportes como los de Joseph Stiglitz a la construcción de economías más justas que aquellas libradas a la “mano invisible” subyacente a un supuesto mercado perfecto. Los ejemplos podrían continuarse muchísimo más. Detrás de teorías sociales o filosóficas sobre cuestiones como el castigo, la cárcel, la sociedad justa, los derechos humanos, la estructura del orden internacional,  las bases de una economía social o la estructura que debe asumir socialmente la ciencia, hay investigadores meditando en las mejores maneras de su implantación social.

Como toda teoría genuinamente científica, o por lo menos refutable mediante buenos argumentos (como en el caso de la filosofía), es dable reconocer que las mismas pueden ser falibles. La experiencia le demostró a Platón que en manos de tiranos ciertas ideas sociales podían ser contraproducentes. El comunismo stalinista también fue una prueba de la deformación de ideas potentes y nobles en las teorías marxistas.

El punto que quiero hacer con estos ejemplos es el siguiente: todas estas teorías filosóficas o sociales han propuesto modelos de sociedad, economía, justicia, estado de derecho, democracia sin los cuales, a la larga, no habría sustento conceptual para los diseños políticos que finalmente se implementan en cierto momento histórico. Y a esto no escapa ni siquiera la articulación de una política científica que diseñe de modo concreto la manera en que los científicos deben brindar sus resultados. El hecho de que los científicos naturales puedan obtener productos aplicables depende, en una medida importante, de diseños políticos que hacen posible un presupuesto, o un laboratorio, un microscopio, así como universidades y gobiernos; normas y diseños, en una palabra, que posibilitan la investigación científica.

La denostación de las humanidades y ciencias sociales referidas al principio de esta nota, basadas en el odio, obedecen a ignorar el punto que acabo de señalar.  Más allá de la antes referida  contribución de las humanidades y las ciencias sociales es preciso asumir, empero, algo muy importante que trasciende el criterio de utilidad directa: las humanidades y las ciencias sociales son un esfuerzo denodado por mejorar nuestra comprensión del ser humano y  de la sociedad. Pensemos, solamente a título de ejemplo, en una obra como “Las fuentes del yo” de Charles Taylor o las explicaciones antropológicas de Marvin Harris sobre la raíz de la caza de brujas en la antigüedad. Se trata, en estos casos, como en tantos otros que se podrían citar, de testimonios teóricos que dan cuenta del objetivo valioso de entendernos a nosotros mismos. Las mencionadas cuestiones ejemplificadas, como se ve, forman también parte del “universo” por el que se interesan los  científicos naturales, aparentemente no denostados por estos ciudadanos en las redes sociales argentinas.



* Conicet, Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Miembro del Programa de Ética y Teoría Política de la misma universidad. 






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