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Artículos - Editorial - El búho ante el espejo
10/10/2017

Aún quedan jueces en Berlín


por Antonio Colomer Viadel


Antonio Colomer Viadel


Siempre he dicho que la garantía de un verdadero Estado de derecho y de la paz y la seguridad jurídica para los miembros de una comunidad política es que se dé en la judicatura lo que he llamada la triple I: integridad, imparcialidad e independencia.

Un ejemplo histórico de esa judicatura valiente en la aplicación de la ley, imparcial porque juzga igual al poderoso que al humilde, e integra porque no se deja presionar por nadie, se encuentra en aquella anécdota que se cuenta del poderoso monarca Federico II, el Grande de Prusia, victorioso caudillo militar pero también rey ilustrado que en el siglo XVIII creó el germen del futuro Imperio alemán.

 

El monarca edificó a las afueras de Berlín un palacio, inspirado en el modelo de Versalles, aunque más reducido. Años antes, en1737 un pequeño propietario rural levantó en las proximidades un molino de viento que el rey consideraba que le arruinaba la vista desde su palacio y se propuso comprarlo para derribarlo después. El tozudo molinero rechazó las generosas ofertas de Federico II, ante lo cual, irritado, éste le dijo que si al finalizar el día no había aceptado su oferta, firmaría un decreto de expropiación.

 

Aquella misma noche el molinero se presentó ante el rey, hizo una reverencia y le entregó al monarca una orden judicial que prohibía a la Corona expropiar y demoler el molino sólo por un capricho personal. Federico sonrió y mandó marcharse en paz al molinero, después de asegurarle que el asunto quedaba zanjado, y que mientras él reinase, respetaría su propiedad.

 

Al parecer, al alejarse por el salón, los cortesanos escucharon la voz del molinero diciendo: “aún quedan jueces en Berlín”.

 

Ciertamente la anécdota no es insignificante ya que uno de los reyes más poderoso en Europa, en el siglo XVIII se inclinase ante la decisión de un juez, que daba la razón a un modesto propietario rural, frente al gran monarca y sobre todo que este aceptase de buen talante, someterse pese a sus deseos, a la ley y a la justicia.  

El coraje de los jueces y fiscales para aplicar la ley, estos días en Cataluña, en circunstancias de cierto histerismo callejero y de desobediencia y desprecio al orden jurídico por las mismas autoridades que debían defenderlo, tiene más mérito.

 

Nos encontramos en una situación ciertamente insólita, por no decir surrealista y casi esquizofrénica. El representante del Estado en Cataluña es el presidente de la Generalitat y su gobierno que han declarado, por todos los medios, que no respetan la Constitución ni las leyes “españolas”, ni siquiera el Estatut d’Autonomia catalán, que prevé límites y procedimientos para sus cambios. Tampoco respetan las sentencias del Tribunal Constitucional, ni lo que vaya a decir los jueces, ni el Congreso, ni el Senado. Por no respetar, no respetan si quiera a los letrados del Parlament de Cataluña, a su secretario general, a la oposición parlamentaria o al organismo de informar sobre las garantías constitucionales y estatutarias y su posible ilegalidad, dentro de Cataluña.

 

Pese a ello luego recurren ante ese Tribunal Constitucional o el Tribunal Supremo de Justicia del Estado –al que han dicho no reconocer- , para que les quiten unas multas dinerarias u otros problemas de pequeño procedimiento. Eso sí, no tienen mesura en incitar al odio hacia aquellos que no opinen como ellos, provocar una crispación inaudita mediante una alienación alimentada de multitud de falacias y tergiversaciones.

 

La primera sería considerar que el derecho de secesión o de autodeterminación es la norma corriente de cualquier Constitución. Sabemos que prácticamente no hay ningún país con un orden jurídico constitucional establecido que reconozca la posibilidad de esta unilateral automutilación. Solo la vieja Unión Soviética lo reconocía en su Constitución. Ya sabemos el espíritu liberal de aquel régimen político en donde a la cabeza de cada federación había un miembro del Partido Comunista Bolchevique con una disciplina de hierro hacia la cúpula del Partido, vértice del Estado.

 

Entre las Constituciones vigentes, sólo lo recuerdo en la de Etiopia, basado en un federalismo tribal y racial y con unas prácticas que, por decirlo suavemente, no son precisamente ejemplares.

 

Otra falacia es desconocer que el sistema de distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas en España, es uno de los más amplios y generalizados, siendo de gestión autonómica la educación, la sanidad, y tantos otros servicios de de la Comunidad, incluso la seguridad en bastantes Comunidades como la catalana. Será necesario algún ajuste financiero pero las Comunidades tienen más competencias que tienen los Estados Federados en muchas federaciones del mundo, incluida la autonomía cultural y lingüística, allí donde hay estas peculiaridades, y tal vez no se respeta el equilibro entre las lenguas oficiales que establece el mandato constitucional, decantándose el poder más hacia potenciar la lengua autonómica.

 

¿Qué es lo que se pretende? ¿el retorno a la tribu, al clan, a eso ovillo encerrado sobre sí mismo, ciego a cualquier apertura, desconfiando de todo lo ajeno?

 

Estamos sacrificando unos de los principios y valores más hermosos de la convivencia humana como son la reciprocidad y la solidaridad. Sobre ellos se empezó a construir el esperanzador proyecto europeo. También están establecidos como columna vertebral que articule tanto la unidad como la diversidad y la autonomía en nuestro país.

 

Los líderes siempre nos podrán decir que ellos no querían ningún mal e incluso marcharán altivos a algún exilio dorado temporal esperando un retorno glorioso, pero sobre sus conciencias, pesará para siempre haber provocado un enfrentamiento fratricida y tal vez empujado a jóvenes inconscientes y enardecidos hacia la ira y el rencor, a ser cabezas de turco de cualquier combate irracional.






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