Antonio Colomer Viadel
Siempre he
dicho que la garantía de un verdadero Estado de derecho y de la paz y la
seguridad jurídica para los miembros de una comunidad política es que se dé en
la judicatura lo que he llamada la triple I: integridad, imparcialidad e
independencia.
Un ejemplo histórico de
esa judicatura valiente en la aplicación de la ley, imparcial porque juzga
igual al poderoso que al humilde, e integra porque no se deja presionar por
nadie, se encuentra en aquella anécdota que se cuenta del poderoso monarca
Federico II, el Grande de Prusia, victorioso caudillo militar pero también rey
ilustrado que en el siglo XVIII creó el germen del futuro Imperio alemán.
El monarca edificó a las
afueras de Berlín un palacio, inspirado en el modelo de Versalles, aunque más
reducido. Años antes, en1737 un pequeño propietario rural levantó en las
proximidades un molino de viento que el rey consideraba que le arruinaba la
vista desde su palacio y se propuso comprarlo para derribarlo después. El
tozudo molinero rechazó las generosas ofertas de Federico II, ante lo cual,
irritado, éste le dijo que si al finalizar el día no había aceptado su oferta,
firmaría un decreto de expropiación.
Aquella misma noche el
molinero se presentó ante el rey, hizo una reverencia y le entregó al monarca
una orden judicial que prohibía a la Corona expropiar y demoler el molino sólo
por un capricho personal. Federico sonrió y mandó marcharse en paz al molinero,
después de asegurarle que el asunto quedaba zanjado, y que mientras él reinase,
respetaría su propiedad.
Al parecer, al alejarse
por el salón, los cortesanos escucharon la voz del molinero diciendo: “aún
quedan jueces en Berlín”.
Ciertamente la anécdota no
es insignificante ya que uno de los reyes más poderoso en Europa, en el siglo XVIII
se inclinase ante la decisión de un juez, que daba la razón a un modesto
propietario rural, frente al gran monarca y sobre todo que este aceptase de buen
talante, someterse pese a sus deseos, a la ley y a la justicia.
El coraje de los jueces y
fiscales para aplicar la ley, estos días en Cataluña, en circunstancias de
cierto histerismo callejero y de desobediencia y desprecio al orden jurídico
por las mismas autoridades que debían defenderlo, tiene más mérito.
Nos encontramos en una
situación ciertamente insólita, por no decir surrealista y casi esquizofrénica.
El representante del Estado en Cataluña es el presidente de la Generalitat y su
gobierno que han declarado, por todos los medios, que no respetan la
Constitución ni las leyes “españolas”, ni siquiera el Estatut d’Autonomia
catalán, que prevé límites y procedimientos para sus cambios. Tampoco respetan
las sentencias del Tribunal Constitucional, ni lo que vaya a decir los jueces,
ni el Congreso, ni el Senado. Por no respetar, no respetan si quiera a los
letrados del Parlament de Cataluña, a su secretario general, a la oposición
parlamentaria o al organismo de informar sobre las garantías constitucionales y
estatutarias y su posible ilegalidad, dentro de Cataluña.
Pese a ello luego recurren
ante ese Tribunal Constitucional o el Tribunal Supremo de Justicia del Estado
–al que han dicho no reconocer- , para que les quiten unas multas dinerarias u
otros problemas de pequeño procedimiento. Eso sí, no tienen mesura en incitar
al odio hacia aquellos que no opinen como ellos, provocar una crispación
inaudita mediante una alienación alimentada de multitud de falacias y
tergiversaciones.
La primera sería considerar
que el derecho de secesión o de autodeterminación es la norma corriente de
cualquier Constitución. Sabemos que prácticamente no hay ningún país con un
orden jurídico constitucional establecido que reconozca la posibilidad de esta
unilateral automutilación. Solo la vieja Unión Soviética lo reconocía en su
Constitución. Ya sabemos el espíritu liberal de aquel régimen político en donde
a la cabeza de cada federación había un miembro del Partido Comunista
Bolchevique con una disciplina de hierro hacia la cúpula del Partido, vértice
del Estado.
Entre las Constituciones
vigentes, sólo lo recuerdo en la de Etiopia, basado en un federalismo tribal y
racial y con unas prácticas que, por decirlo suavemente, no son precisamente
ejemplares.
Otra falacia es desconocer
que el sistema de distribución de competencias entre el Estado y las
Comunidades Autónomas en España, es uno de los más amplios y generalizados,
siendo de gestión autonómica la educación, la sanidad, y tantos otros servicios
de de la Comunidad, incluso la seguridad en bastantes Comunidades como la
catalana. Será necesario algún ajuste financiero pero las Comunidades tienen
más competencias que tienen los Estados Federados en muchas federaciones del
mundo, incluida la autonomía cultural y lingüística, allí donde hay estas
peculiaridades, y tal vez no se respeta el equilibro entre las lenguas
oficiales que establece el mandato constitucional, decantándose el poder más
hacia potenciar la lengua autonómica.
¿Qué es lo que se
pretende? ¿el retorno a la tribu, al clan, a eso ovillo encerrado sobre sí
mismo, ciego a cualquier apertura, desconfiando de todo lo ajeno?
Estamos sacrificando unos
de los principios y valores más hermosos de la convivencia humana como son la
reciprocidad y la solidaridad. Sobre ellos se empezó a construir el
esperanzador proyecto europeo. También están establecidos como columna
vertebral que articule tanto la unidad como la diversidad y la autonomía en
nuestro país.
Los líderes siempre nos podrán decir que ellos no querían ningún mal e incluso marcharán altivos a algún exilio dorado temporal esperando un retorno glorioso, pero sobre sus conciencias, pesará para siempre haber provocado un enfrentamiento fratricida y tal vez empujado a jóvenes inconscientes y enardecidos hacia la ira y el rencor, a ser cabezas de turco de cualquier combate irracional.