En el origen de la casi totalidad de las civilizaciones- y hasta épocas no muy lejanas- los Consejos de ancianos – y personas justas- han sido los órganos que conducían y orientaban a las comunidades, respetados por su experiencia y conocimientos acumulados.
Algunos ejemplos nos pueden dar testimonio: En los tupi-guaraníes ubicados en el sur de la actual Venezuela, frontera con Brasil – a inicios del siglo XVI- tiene lugar un caso notable: las sociedades sin Estado, como cuenta Pierre Clastres en su libro de título análogo; sus jefaturas son funcionales, sólo se ejercen temporalmente y mientras su ejercicio es eficaz; entre ellas la jefatura del don de la palabra que la desempeña aquel capaz de resolver los conflictos entre miembros de la comunidad convenciéndoles para llegar a un acuerdo aceptado por todas las partes, sin imposición alguna. Cuando esta y otras jefaturas dejan de ser funcionales es el Consejo de Ancianos el que releva a sus ejercientes. Y van a ser estos consejos y muchos de sus sacerdotes los que promuevan la gran emigración de todo este pueblo hacia el Sur- miles de kilómetros atravesando la Amazonía- hasta el asentamiento en el actual Paraguay y parte de Bolivia, Brasil y Argentina. ¿Por qué? Para huir del intento de secuestrar el poder por unos pocos que desean imponer un mandato coactivo. ¡Contra el Uno! Es el lema de ese éxodo liberador.
Otro ejemplo notable nos lo narra el jefe de los apaches, Gerónimo – así lo llamaron los mexicanos- en las Memorias que escribió al final de su vida, en la reserva (1829-1909, EEUU). Gerónimo fue un brillante jefe militar apache, como demostró en varias ocasiones, pero en otros intentos para emprender acciones guerreras no tuvo el consentimiento del Consejo de Ancianos, y se tuvo que conformar arrastrando a unas docenas de jóvenes, ansiosos de aventuras a zonas en la frontera entre México y EEUU.
Poco a poco, esta magistratura del saber y la experiencia se va abandonando y entramos en el dominio y la exaltación de la juventud: el mito de la biología, expresado por el verso de Rubén Darío: “Juventud, divino tesoro”. A menudo, sin embargo, ese tesoro se derrocha o despilfarra e incluso conduce a abismos aniquiladores.
A veces, en el arte, en la cultura e incluso en la ciencia hay destellos brillantes de precocidad, pero son excepciones. La madurez engendra un poso creativo. La experiencia acumulada por el método científico, mediante los experimentos que permiten rectificar los errores y avanzar para alcanzar los objetivos.
No sólo en grandes personalidades, sino también en personas sencillas, la observación de los propios errores y la rectificación para no recaer en ellos, es un aprendizaje que puedes ser una escuela magnífica para iluminar el camino de los más jóvenes y que no cometan las mismas equivocaciones.
En el trabajo, los profesionales veteranos saben, a partir de su experiencia, realizar las adaptaciones necesarias para hacer eficaces proyectos o planes teóricos que no siempre prevén los detalles cambiantes de la realidad. Las huelgas de celo suponen aplicar estrictamente los reglamentos y con ello casi paralizar la actividad, porque, constantemente, se necesitan esas correcciones, tal vez pequeñas pero imprescindibles de la experiencia cotidiana.
Hay que rescatar esa sabiduría de la veteranía y la ancianidad, en todos los campos, y su capacidad de asesorar a las nuevas generaciones, sin bloquear su autonomía y creatividad, pero orientándoles a partir de su aprendizaje vital acumulado.
Este equilibrio intergeneracional sería un antídoto para las precipitaciones, sin rumbo. Deben nacer en la enseñanza no autoritaria, sino cooperativa y traspasada de sentimientos y afecto. En la ancianidad, la más clarividente conciencia del final de la vida y de la muerte, despierta tales emociones. Se dan también ancianos malvados, cultos o ignorantes, pero son los menos, que no quieren ayudar y traspasar tales saberes para la mejora de la especie.
Resulta terrible y escalofriante ese desprecio de la ancianidad – ignorando la herencia recibida- como un peso inútil que estorba, y ojalá deje pronto de importunar. Una especie de eutanasia inducida, psicológicamente, en los mayores, como una traba a la plenitud de la vida joven. Hay que aparcarlos fuera de las familias, en unos depósitos geriátricos de muertos vivientes.
Una de las páginas más negras de la terrible pandemia vivida en 2020 ha sido esa práctica de soslayar la llegada de muchos de los ancianos enfermos en residencias, a los hospitales, porque no era prioritaria su supervivencia.
Si nuestra civilización quiere sobrevivir, junto a la creatividad de la ciencia, el arte, la cultura y el respeto a la naturaleza, tendrá que recobrar el equilibrio de las familias y el valor de la sabiduría acumulada, la inteligencia emocional y afectiva de los ancianos, como camino de salvación, para no caer, ciegos, en el abismo del aniquilamiento de la comunidad humana.