“Ha llamado, usted, a…” (aquí el nombre de la entidad correspondiente; por ejemplo, una clínica u hospital, aunque puede ser una oficina municipal o del Estado, o, incluso, tratarse de una empresa privada).
A continuación, otra locución:
“Para garantizar la privacidad de esta comunicación oiga, usted, el siguiente mensaje (aquí, una retahíla sobre normas y garantías legales). Terminada esta retahíla, unas instrucciones como las siguientes, por ejemplo: si desea solicitar “tal cosa” pulse 1, si desea solicitar “tal otra” pulse 2, si desea información sobre el estado de tramitación de su asunto pendiente, pulse 3; si lo que quiere es presentar una reclamación, pulse 4; si desea usted que se rectifique algún punto concreto de su historial pulse 5,… y así, hasta 10 o 12 opciones.
Ahora, supongamos que usted es una persona de avanzada edad o bien con una formación académica bastante elemental o que reúne ambas características. En cualquier caso y, con mayor razón, si concurren ambas circunstancias simultáneamente, cuando termina usted de escuchar la grabación ya se encuentra en un estado de confusión irritante. Ya no recuerda cual es la tecla o número que debía pulsar. Duda, incluso, de cuál era el motivo (el “si desea, usted,…”) o teme no haber prestado la debida atención al mensaje.
En consecuencia, decide adoptar el estado de máxima relajación posible, meterse en el rincón más recóndito de su casa, serenarse y, tras una honda inspiración, repetir la llamada.
Muy probablemente, al repetirse la misma secuencia, con idéntico resultado, usted decidirá aplazar la llamada hasta mañana, a primera hora, cuando esté relajado, recién duchado y desayunado.
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Pasemos a otro tema. Hace pocas semanas, me senté ante el ordenador (1) y me encontré un mensaje según el cual me correspondía recibir la tercera dosis anti-Covid y se me indicaba que debía ponerme en contacto (telemático, evidentemente, con determinada oficina para que se me indicara el lugar, día y hora en qué sería debidamente vacunado. Así lo hice, con el siguiente resultado: se me dijo que allí no me correspondía ser atendido (2) y que, lamentándolo mucho no sabían indicarme cuál podía ser mi alternativa (3).
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Un tercer episodio al que quiero referirme hoy es el siguiente: con varios amigos de Barcelona, quedamos en celebrar una comida-encuentro (después de 2 años sin vernos, a causa de la dichosa pandemia). El evento tendría lugar el viernes 26 de noviembre.
Tres días antes, se hizo la oportuna reserva de mesa, pero el jueves 25, a eso del mediodía, hubo que anularla – con el consiguiente trastorno y disgusto por nuestra parte y la pérdida para el restaurante – porqué a las autoridades correspondientes se les ocurrió y así se anunció por todos los medios de comunicación, que en todos los lugares de reunión (bares, restaurantes, etc.) cualquiera que fuera su aforo, se exigiera el certificado de estar vacunado contra la COVID con efectos inmediatos; es decir, a partir del momento en que se hacía público el anuncio. Algunos de nosotros no disponíamos de tal certificado y no conseguimos “descargárnoslo” de la correspondiente web hasta pasadas más de 24 horas, porqué fueron tan numerosos los intentos de descarga que el sistema colapsó.
Resultado: los gobernantes correspondientes tuvieron que aplazar una semana (según creo) la entrada en vigor de la referida norma, con el correspondiente desencanto y disgusto por nuestra parte y las pérdidas económicas para tantos establecimientos de restauración.
Uno se pregunta si no hubiera sido mejor establecer el plazo que luego ha sido preciso dar, desde un buen principio.
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Ante casos, situaciones, experiencias (llámense como se quiera), como las que acabo de referir, me vienen a la memoria aquellas frases de Cicerón, cuando, en uno de sus célebres discursos contra Catilina, se preguntaba, retóricamente algo así: “¿En qué país estamos?, ¿en qué ciudad vivimos?, ¿qué clase de gobierno tenemos?”.
(1) Sí; resulta que tengo un ordenador, herencia del último de mis hijos en abandonar el hogar paterno. Me sirve para comunicarme con algunos parientes y amigos con los que intercambio saludos y alguna noticia o reportaje. También me sirve para meterme en internet y recuperar el texto de alguna canción de mi juventud o de algún poema semi-olvidado, etc.
Pero por motivos de edad no pertenezco a la actual generación informatizada que se desenvuelve más o menos ágilmente con la utilización de esos aparatos electrónicos – sean ordenadores de mesa o portátiles, o teléfonos de última generación –, pero no me considero un bicho raro. ¿Cuántos seremos, todavía, los componentes de este colectivo de discapacitados tecnológicos?
(2) Esto no me extrañó del todo, dado que soy un jubilado de la administración pública y no estoy encuadrado en el sistema general de la seguridad social.
Pero, siendo esto así, ¿por qué razón tenían mis señas y cómo es que no podían orientarme? A este paso, ya no me extrañaré si algún día me llaman a filas.
(3) Esto sí que me extrañó. Si el sistema tenía mi dirección electrónica, si estaba al tanto de mi edad y sabía que se me habían administrado las dos primeras dosis de la vacuna y que, por lo tanto, me correspondía recibir la tercera, de lo cual me alertaban, ¿cómo es que, luego, no sabía indicarme a dónde debía acudir para recibir la tercera? Misterio.
José Mendizábal