Miércoles, 29 de Noviembre de 2023
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14/04/2023

Se comen sus propias lombrices


por Carlos Díaz


Acabo de regresar una vez más de México, país latinoamericano al que hace casi treinta años comencé a visitar, y al que amo entrañablemente, no solo por sus magníficos mariachis y sus rancheras que tanto alegran mi corazón, sino también por la fabulosa relación sellada entre aquellos Moctezumas y Corteses, sincretismo sin par en la historia de la humanidad, de cuyo encuentro-encontronazo brotaron frutos inverosímiles de dificilísimo injerto o hibridación. Aquel encuentro entre dos culturas tan dispares, tan antagónicas, aquel Dios contra aquellos dioses, aquella mística contra esta mítica, sigue tan vivas como ayer entre los conquistadores y los conquistados, y ello por razones teológicas, antropológicas y culturales indelebles.

A estas alturas de la historia, ya en pleno abril de 2023, el fiel de la balanza parece inclinarse hacia lo autóctono indígena, pues a quien esto escribe al menos le ha causado estupor ver en el paseo o avenida de la Reforma, el corazón de Ciudad de la república federal de México, una especie de esperpento indígena de plástico casi enano sobre un pedestal y rodeada por una barda circular con inscripciones de un feminismo salvaje y pobretón, en lugar de la clásica estatua de Cristóbal Colón, que ha sido derribada de su centenario monumento de hierro forjado.  

Aunque deseamos que este desaguisado etho/estético/político no sea la última palabra del país hermano, de momento el presidente Andrés Manuel López Obrador, conocido como Amlo, lidera a un año de la nueva convocatoria electoral su posible reelección, con un sesenta por ciento de los votos populares. El pueblo bajo y empobrecido adora a su presidente actual, algo totalmente opuesto a lo acontecido con el último presidente-niñato saliente, el facineroso Peña Nieto, que vació las arcas públicas hasta el punto de casi acabar con su propio partido, el PRD, una dictadura democrática que constituyó la columna vertebral de todo México.

Morena, que así se llama el nuevo partido rector de la hermana república populistamente regida por Amlo –recordemos que no hay “dictadura democrática” que no sea populista en ningún país del mundo- lleva hoy a cabo una política de deconstrucción respecto de España, a la que acusa de haber sido el toro que mató a Mnolete, mientras hace la vista gorda respecto de su humillante relación de México con los Estados Unidos. Podría decirse, en una especie de psicoanálisis social, que la culpa de todo la tiene el padre, padre que en este caso es la madre España. Sin embargo, el pueblo no está para psico/socio/análisis.

El pueblo mexicano es mestizo, lleva sangre agarena en sus venas españolas, y sangre roja de sus átavos, de sus ancestros, y no le preocupa si la culpa del malestar social la tuvo el mosquito que picó al tren, o el tren que picó al mosquito; eso de “la culpa” es para el pueblo bajo una cosa poco interesante, pues lo que le duele es su gran desamparado, presente en tantos millones de indígenas desesperados, liderados desde la salida de los españoles por criollos morenos tan envilecidos como sus precursores de tez blanca. Poco importa que en sus escuelas y en sus libros de texto ideologizados escritos por los ricos aprendan los mexicanos pobres que los malos fueron los españoles y los buenos los criollos, o que los malos fueran los criollos y los buenos los españoles. A ellos lo que les pasa es que sufren demasiado, como dijera el regeneracionista español Lucas Mallada, “los males de la Patria”.

En este contexto resultaría injusto pasar por alto que México sigue siendo una democracia dictatorial consolidada, cuya economía va mejor que la de casi todos los países latinoamericanos restantes, y que hay un floreciente crecimiento económico mexicano-yanki notabilísimo en los estratos pudientes de la población, basta para ello con darse una vuelta por Santa Fe, una ciudad dentro de la capital del país, cuyas suntuosas y modernísimas edificaciones en nada tienen que envidiar a las de Nueva York, mientras la juventud pasea su homosexualidad en la Zona Rosa como síntoma de posmodernidad, y sus estándares de lujo medio están calcados de los países pudientes, de tal modo que aquello parece la calle Serrano de Madrid.

Bajo estas coordenadas, lamento en el alma sentirme en México como Caperucita en Nueva York: ya no es mi gente esta gente. Y, sin embargo, eso me hace sufrir por los mismos motivos que a José Antonio Primo de Ribera le hacía sufrir España cuando escribía “amamos a España porque no nos gusta”. Yo amo a México en sus mejores gentes, que son los más desheredados, marginados, y desahuciados. Para mí México es su dolor: sus familias rotas por todos los costados, su muégano, sus indígenas que siguen confeccionando ropa como hace siglos, sin modernizarla siquiera para la venta turística, sus niños de la calle, su casi inexistente seguridad social, su inseguridad social por causa de la droga, sus mujeres desaparecidas (siete cada día oficialmente, treinta realmente), y todo eso, que es todo un todo.

Esta vez me ha tocado volver al bordo que Trump fortaleció, donde desemboca la última caravana de cinco  mil centroamericanos que suben a pie enjuto desde sus países hasta la valla, la cual deja chico al muro de Berlín y a la muralla china, donde mueren los que buscan trabajo y pierden sus extremidades, que son amputadas con cuchillo a puro güevo, todo eso entre las deposiciones, el hambre y el vómito de todos los colores: el infierno son los otros, había dicho Sartre. Cuando uno está allí pierde las propias dolencias. Poco se puede hacer allí en el orden de la transformación social, a no ser escuchar, acompañar y consolar y compartir lo que se tenga.

México es muy grande. En el extremo sureste, en la Península del Yucatán, unos amigos con una mujer al frente hemos resuelto establecer allí dos lugares de consuelo: una casita de acogida para los que cumplen condena en el reclusorio para grandes condenas de Valladolid, buscando que al menos se fortalezcan allí un poco tras su salida a la calle con una mano adelante y la otra detrás, casi sin formación, despreciados socialmente, así como un comedor para niños indígenas de la región, tan depauperados y hambrientos que comen hasta sus propias lombrices. Y no digo más porque mientras esto escribo alguno de ustedes estará desayunando, comiendo, cenando, o picoteando.

Ese es mi México, aunque todavía dicte conferencias formativas enderezadas sobre todo a recuperar el sentido de la vida, que no goza de buena salud en este planeta, en el cual los causantes máximos del mal distan de ser felices, aunque sean dueños de ejércitos privados o semipúblicos. He dicho “sentido de la vida” como si eso fuera algo obvio, pero lo obvio es que no lo es, pues para muchos su ausencia destruye sus vidas.

No tengo madera de redentor, sino más bien de redimible, y a veces, sobre todo algunas noches, me cuesta agarrar el sueño por los pelos. He pasado de la filosofía a la antropología, y de la antropología a la tanatología, no sin teología y, si no estoy demasiado confuso o ideologizado, me parece que la presente evolución personal y social refleja de algún modo el desarrollo involutivo de la humanidad, antítesis del desarrollo perfectivo en el que creyó a pies juntillas la Ilustración.

Y aquí estamos, con el agua al cuello y con la nostalgia de lo que fuimos, nostalgia que no es rememoración de una Edad de oro inexistente, ni la bucólica de los  pastores Salicio y Nemoroso, ni el “con Franco vivíamos mejor”, sino anhelo de tiempos nuevos sin tanta pasión gastronómica. En realidad, siento a veces que detrás de las comilonas de Gargantúa y Pantagruel, que son la reedición del vomitorium y el venereum romanos, los comensales comen sus propias heces. Entre el hambre sumo de los niños indígenas del Mayab y estos prohombres y promujeres de la última hornada que vuelven al vómito etílico como la puerca lavada, me  pregunto si no habrá alguna propuesta eudemonológica con sentido: ¿realmente estamos esperando a Godot?   

Tal parece a un ilustre amigo, a quien debo mucho en el conocimiento de México y a quien sinceramente aprecio mucho, que hay que olvidarse de los indígenas porque son lo peor de México, y que debemos reclamar de nuevo la presencia de la cultura española en Tenochtitlán para volver a una Hispanidad salvadora. Me duele tanto esta ceguera para el dolor de los más pobres, que prefiero hacerme el loco y no hacer comentarios hirientes. 

Como maestro que siempre quise ser, sin haber hecho ninguna otra cosa en mi vida, yo quisiera que la muerte me cerrara los ojos enseñando como pueda para que estas cosas, estas lombrices, nos eduquen a los maestros, tan supuestamente sabios, pero tan olvidadizos.


Se comen sus propias lombrices




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