Lunes, 17 de Marzo de 2025
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24/01/2025

Desafíos de la representación política y de la participación ciudadana en la Venezuela actual a la luz de la Carta Democrática Interamericana


por Ricardo Combellas


Desafíos de la representación política y de la participación ciudadana en la Venezuela actual a la luz de la Carta Democrática Interamericana

Ricardo Combellas

 

 

  1. La representación es una invención conceptual independiente del concepto de democracia, por ende históricamente se han desarrollado formas de representación política no necesariamente democráticas. Tales son los casos, a título de ejemplo, de la representación estamental y de la representación corporativa , aparte de que la única democracia conocida antes del surgimiento de la democracia moderna, la democracia antigua ateniense, tenía como instrumento por excelencia de actualización de la democracia el sorteo, no la elección de delegados, y menos de representantes (cfr. Manin,1998).

      

En palabras de (García-Pelayo, 1991, p 2690):

     “Re-presentar, en su genuino y general sentido, significa dar presencia a algo que está ausente, convertir en entidad actuante a algo que por sí mismo es incapaz de actuar, dar realidad existencial a aquello que por sí mismo no puede realizar ciertos actos de existencia. El objeto de la representación política es hacer capaz de decisiones a una entidad que por sí misma es incapaz de decidir permanentemente y como quiera que la existencia política sólo puede actualizarse a través de decisiones, resulta de ello que sólo mediante la representación se actualiza la unidad representada”.

El resurgimiento de la democracia con el impacto de las revoluciones liberal- burguesas de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX planteó un debate en las asambleas constituyentes de la época entre los partidarios de la democracia directa (llamados no por casualidad demócratas o demócratas radicales, seguidores de Rousseau, que consideraba que la democracia no podía ser representada), y los partidarios del gobierno representativo, para quienes si bien el principio de legitimidad se sostiene en el consentimiento de los gobernados, este se actualiza a través de la elección de representantes. (Sieyès, 1993)  diseñó un artilugio para reconciliar la democracia con la representación, al dividir la ciudadanía en pasiva (todos los ciudadanos) y activa (los que califican como representantes), seleccionados por criterios censitarios.

Dicho en términos sencillos, las olas democratizadoras que ha experimentado el mundo en estos doscientos años, son manifestación de la lucha por cerrar la brecha entre las dos ciudadanías, solidificarlas en una sola idea, un solo concepto, consustanciado con la participación de todos, en tanto ciudadanos (el pueblo, como dice correctamente Bobbio, 1986, es el conjunto de ciudadanos), en las decisiones que en definitiva a todos nos conciernen, es decir las decisiones políticas, referidas al bien común que debe guiar la vida de la comunidad política, a la que todos pertenecemos.

Dado que la ideología triunfante de las revoluciones que los historiadores no por casualidad identifican como liberal burguesas lo fue el liberalismo, este  ahora como ideología hegemónica, derrotado el republicanismo roussoniano, y en tanto  artífice del moderno constitucionalismo, diseñó su particular y funcional forma de conciliar la democracia con la representación, la ahora llamada democracia representativa de cuño liberal, que tampoco por casualidad también la denominamos ( y seguimos abusivamente denominándola) como democracia liberal. En efecto, para los liberales (y por ende para el constitucionalismo clásico) la democracia representativa se reviste de tres requisitos ( cfr. Bobbio, 1986) : el mandato libre, con lo cual se pretende liberar al representante de las viejas ataduras medievales del mandato imperativo; la representación nacional, pues ahora  el representante representa a  la nación en su conjunto, es decir la totalidad de la nación, cuyo interés libremente interpreta, no cualquiera de sus partes, sea la ciudad o la provincia que lo elige, tampoco el estamento ni el gremio; y en tercer lugar, el principio de mayoría, en otras palabras la legitimidad de las decisiones se expresa en el voto mayoritario de los representantes en la asamblea, no por casualidad calificada por los revolucionarios franceses a partir de entonces como asamblea nacional.

 

  1. Las luchas sociales por la conquista del sufragio universal, desde por lo menos el último tercio del siglo XIX  hasta por lo menos mediados del siglo XX, aparejaron el surgimiento de un modelo de partido, el partido de masas, diseñado como mecanismo eficaz, precisamente, para organizar y movilizar al creciente número de votantes en los eventos electorales donde se decidía la lucha agonal por obtener la mayoría, lo cual cristalizaba en el  parlamento, la institución política representativa por excelencia (todavía hoy) de las democracias contemporáneas. En efecto, los nuevos partidos, articulados organizativamente en torno a una estructura rígida presente a lo largo y ancho del territorio nacional, y jerarquizados verticalmente gracias  a un comando decisional único (la dirección nacional) bajo el principio del centralismo democrático, se convirtieron, al unísono de la emergencia de las  masas en la política ( la bestia negra del conservatismo liberal, como es patente en la conocida obra de (Ortega, 1963)  sobre la rebelión de las masas), en los actores principales  de las democracias de raigambre liberal.

Consecuencia de este proceso histórico, la democracia representativa liberal sufrió dos cambios de gran magnitud, que nos llevan a definir la democracia representativa actual como democracia de partidos: primero, el mandato libre es sustituido por el mandato de partido, pues ahora los representantes son disciplinados militantes que siguen obligatoriamente la línea que les impone la dirección partidista desde fuera de las asambleas representativas; y segundo, la interpretación del interés nacional se realiza ahora, no a través del juicio volitivo individual del representante, sino a través de la plataforma decisional ( el programa ideológico y el programa de gobierno) que decide colectivamente el partido. En suma, el único componente de la democracia representativa de cuño liberal que sobrevive en la democracia de partidos es el principio de la mayoría, producto menos del debate parlamentario y más de los acuerdos  que se “cocinan” fuera de las asambleas representativas, pues se resuelven preponderantemente  en los conciliábulos de los partidos.

 

Kelsen, tuvo el mérito de ser de los primeros en analizar, por cierto con gran agudeza ( en su obra Esencia y valor de la democracia, aparecida por primera vez el año 1920, revisada y ampliada en su segunda edición del año 1929), la profunda transformación que se estaba llevando a cabo, y que se condensa en su señera frase: “La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos”. Los partidos pasan  a ser los actores protagónicos por excelencia de la democracia moderna, reduciéndose la participación de los ciudadanos exclusivamente al ejercicio del derecho al sufragio. En palabras del propio (Kelsen,1977, p 47), verdadero precursor de la teoría elitista de la democracia ( que retomarían muchos años después Schumpeter y sus epígonos):

La democracia del Estado moderno es una democracia mediata, parlamentaria, en la cual la voluntad colectiva que prevalece es la determinada por la mayoría de aquellos que han sido elegidos por la mayoría de los ciudadanos. Así, los derechos políticos –en los que consiste la libertad- se reducen en síntesis a un mero derecho de sufragio.

 En pocas palabras, la funcionalidad del sistema impone necesariamente el aceptar la nueva realidad de la “sobrerrepresentación” de los partidos y la “infraparticipación” de los ciudadanos, que deben contentarse en la “nueva democracia” con la elección de la mayoría que nos debe gobernar. La democracia es concebida ahora como procedimiento, democracia electoral, abandonándose en consecuencia los añejos valores de la participación ciudadana  y el autogobierno.

 

  1. La democracia de partidos no se estabilizó como en un lecho de rosas en el seno de las sociedad moderna. Tuvo que batallar  con formidables enemigos. Por una parte los totalitarismos comunista y fascista, que en algunos casos, como todos sabemos, destruyeron los cimientos de la democracia liberal. La batalla más dura, que resurge como ave fénix cada cierto tiempo, cuando se debilitan los resortes que vitalizan las democracias, es la que se libra contra el comunismo y los socialismos antilibertarios (para distinguirlos de los socialismos democráticos, que han conciliado con bastante éxito las libertades civiles y políticas con las libertades sociales), algunos de ellos por cierto palmariamente fascistas en los hechos (el criptofascismo  está presente de forma encubierta, como lo revela la admiración de los “revolucionarios” por el Estado total, en los socialismos antilibertarios que pululan engañosamente en nuestra “era posmoderna”). En efecto, el llamado socialismo revolucionario mostrando en los hechos su cara autoritaria, y como lo demostró  la insalvable división del movimiento socialista en la II Internacional (1890-1914), abjuró definitivamente de los ideales libertarios de la Revolución francesa, despectivamente calificada su democracia como democracia burguesa, e intentó, inspirándose en la experiencia de la Comuna de París del año 1871, infructuosamente construir un modelo alternativo, la “democracia de consejos”, que devino en los hechos   en dictadura, en tres fases que la experiencia histórica no revela necesariamente como  sucesivas: primero, dictadura del proletariado, segundo, dictadura del partido, y tercero, su posterior degeneración en dictadura totalitaria bajo la conducción de un líder supremo y su expresión en el culto de la personalidad.

Si el primer enemigo de la democracia de partidos es un enemigo exógeno, el segundo es endógeno, un fenómeno ya analizado en los años de sostenido crecimiento de los partidos de masas en Europa por el politólogo alemán Michels, en su libro La sociología del partido político, cuya primera edición data del año 1911. Se trata de las tendencias oligárquicas de los partidos, que consecuencia de factores psicológicos, organizativos y de aquellos vinculados al liderazgo, que no cabe analizar aquí,  conspiran contra los ideales democráticos que pretenden defender, en suma, la conversión del instrumento en un fin en sí mismo, la formación de oligarquías y la perpetuación del liderazgo en detrimento de la aspiración democrática al debate deliberativo, la fluidez de la renovación del liderazgo y las demandas de participación ciudadana en la gestión pública. Con la “mineralización” de la democracia de partidos, transmutada ésta en partidocracia, los partidos de masas exitosos (los llamados partidos del estatus), pasan a controlar herméticamente la vida política, al mediatizar la representación, gracias al diseño de un sistema electoral funcional a  sus intereses, y “colonizar” la sociedad civil, al “colorear “ políticamente sus acciones y decisiones, al unísono de intentar también “colonizar” el Estado, muchas veces con éxito en los sistemas donde no se ha desarrollado el civil service, lográndose incluso hasta desvirtuar el dogma constitucional de la separación de poderes, gracias al control partidista del sistema judicial, en detrimento de su proclamada independencia y autonomía.

 

  1. Estabilizados los sistemas políticos democráticos, con el exitoso welfare state de los años cincuenta y sesenta, amén de los profundos cambios producidos en todas las esferas de la vida humana por la era posindustrial y su expresión en la revolución tecnotrónica , sobre todo para nuestro tema por su impacto sobre la comunicación de masas,  la democracia de partidos fue sometida a fuertes tensiones que afectaron irremisiblemente sus soportes representativos. Echemos una rápida ojeada a algunos de esos cambios: primero, el fenómeno de la desideologización, la crisis de las ideologías ( que no conduce, por cierto, necesariamente al “fin  de la historia”) y su derivación en la “despolitización” de una sociedad opulenta y satisfecha consigo misma gracias al bienestar ( y su protuberante síntoma en la creciente apatía política), arrojó como una de sus consecuencias la flexibilización de los partidos de masas, partidos que en la mayoría de los casos habían nacido como partidos ideológicamente heavy, transformados ahora en lo que (Kirchheimer, 1966) calificó  como catch-all-party, partidos de todos y para todos, partidos “autobús”, de donde me puedo bajar y subir sin ningún remilgo ideológico y menos existencial; segundo, el predominio de un tipo de político profesional (la política deja de ser una vocación, para convertirse en una profesión)  que (García-Pelayo, 1974)  denomina “político manipulador”, caracterizado por su inmediatismo, el no asumir la  responsabilidad de sus actos, la sustitución del pensamiento crítico por la farragosa manipulación del lenguaje, y su incapacidad para discernir las crisis morales de la sociedad. Ya lo decía (Weber, 1967, p 155) en su célebre conferencia sobre la política como profesión:

 

En último término, no hay más que dos pecados mortales en el terreno de la política: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad, que frecuentemente, aunque no siempre, coincide con aquélla”; y tercero, la “personalización” de la política, dado que el dirigente político se despega lo más posible del aparato del partido, producto en buena medida de la videopolítica.

 

Como afirma (Sartori, 2002) la imagen, sea la producida por la televisión, sea la producida por otras formas de comunicación, sobre todo la internet, pasa a ser un poder que se ubica en el centro decisivo de todos los procesos políticos contemporáneos, sustituyendo la nostálgica unión en torno a las casas y seccionales de los partidos, y donde el mitin es superado por la televisión  y el resto de los medios de comunicación masiva.

En conclusión y como resumen de los cambios producidos en el sistema de representación de las democracias contemporáneas, podemos señalar dos  grandes líneas de argumentación (cfr. Linz, 2007):

Primero, la democracia continúa  siendo conducida por los partidos; calificados éstos como condición necesaria pero no suficiente de la democracia moderna. Sin embargo, donde predomina la oligarquía y los partidos se cierran a la participación,  terminan imponiéndose las tendencias neocorporativas (partidos, grandes corporaciones, sindicatos burocráticos, tecnocracias y burocracia estatal) en la conducción del sistema político, en detrimento de la participación popular.

 

Segundo, la crisis del Estado de bienestar se manifiesta como una crisis de ciudadanía, pues el común del pueblo, los “indignados”, siente una creciente insatisfacción ante las carencias para alcanzar una vida medianamente digna, de lo cual se resiente su apoyo a los partidos, y un sentimiento de frustración ante “poderes invisibles”, a los cuales no puede acceder ni controlar. Se experimenta una crisis de la política y una insatisfacción del actuar de los políticos, con lo cual la democracia es un vivir sufriente, un ideal del cual olvidamos fácilmente sus virtudes y méritos. Cito largamente a (Sartori, 2009, p143-144), pues no sobra nada en sus palabras:

¿La democracia está en peligro? Me temo que tengo que responder que, a largo plazo, sí.

La democracia es una “gran generosidad”, porque para la gestión y la creación de la buena ciudad confía en sus ciudadanos. Pero los estudios sobre la opinión pública ponen en evidencia que esos ciudadanos lo son poco, dado que a menudo carecen de interés, que ni siquiera van a votar, que no están mínimamente informados. Por tanto, decir que la democracia es una gran generosidad subraya que la democracia está potencialmente en peligro.

Sin embargo, tenemos que distinguir entre la máquina y los maquinistas. Los maquinistas son ciudadanos, y no son nada del otro mundo. Pero la máquina es buena. Es más, en sí misma, es la mejor máquina que se ha inventado nunca para permitir al hombre ser libre, y no estar sometido a la voluntad arbitraria y tiránica de otros hombres. Construir esta máquina nos ha llevado casi dos mil años. Intentemos no perderla.

 

  1. Intentaré a continuación unas reflexiones sobre la Venezuela actual y su régimen, sus problemas de representación y participación, sus partidos, amparado en la guía de la Constitución.

Comenzaré con  la Constitución,  pues siempre debemos tener en cuenta que el derecho es a las  instituciones políticas lo que los huesos son al cuerpo. Lamentablemente, y esto hay que decirlo, vivimos una suerte de esquizofrenia constitucional. La Constitución formal, es decir la refrendada por el pueblo el 15 de diciembre de 1999, por lo menos para el régimen y sus decisiones políticas, está supeditada a la Constitución sociológica (me remito a mi ensayo Entre dos Constituciones. La dialéctica constitucional de la V República), por lo cual me concentraré, independientemente de las  implicaciones de lo que acabo de afirmar, en la única legítima, y además legitimada por el voto popular, es decir la Constitución de 1999.

Nuestra carta magna, la primera de nuestra historia constitucional, y seguramente una de las pocas del mundo actual, erigió como principio fundamental, y por ende de todo el ordenamiento jurídico, el principio de la participación, además de pautar dentro del mismo texto constitucional los mecanismos de su implementación. El principio de representación es relevante para nuestra Ley Superior, pero se encuentra subordinado al principio participativo. Nuestro sistema es participativo-representativo y no representativo- participativo, que es la pauta que rige en la inmensa mayoría de las constituciones vigentes en el mundo. El énfasis en lo participativo, la prelación de lo participativo sobre lo representativo, es el cambio más original y profundo de la Constitución de 1999. No dudo en calificar la decisión del constituyente como una ruptura epistemológica de la cual seguramente no estamos suficientemente conscientes, pues si se lleva a la práctica el programa constitucional, por lo demás es su desiderátum, debería transformarse radicalmente el sistema político venezolano. Por los momentos ya es bastante con reconocer la vastedad del desafío, y preguntarnos si el conjunto o por lo menos la mayoría de los ciudadanos  está dispuesto a arrostrarlo. Magna tarea, pues implica educación, formación y conciencia cívica, virtudes republicanas, ciudadanía activa, voluntad política, condiciones que no estoy seguro si abundan en grado suficiente como deseamos, en nuestra cultura política. Esta tarea algunos la considerarán utópica, no lo discuto, pero estamos hablando de un mandato constitucional. Si no estamos de acuerdo, lo más sensato es proceder a la revisión de la Constitución y volver (o idear uno parecido) al paradigma representativo de la Constitución de 1961. Dentro del modelo participativo-representativo que consagra nuestra Constitución, es de desear, es mi criterio, que se fortalezcan los siguientes principios y estructuras, en aras de la transformación participativo-representativa del sistema político venezolano:

a)       Los partidos, condición necesaria (aunque, recalco, no suficiente) de la democracia moderna, requieren reconvertirse en estructuras de participación. Construidos de abajo hacia arriba, no de arriba hacia abajo, deben predominar en su organización las relaciones horizontales sobre las verticales. En este sentido, uno de los principios de la tradición partidista nacional que debe desecharse es el principio del centralismo democrático, de origen leninista,  y sustituirse por el principio de la descentralización democrática, más adecuada a la federación descentralizada, que como precepto rector modela la forma territorial del Estado que establece la Constitución de 1999. Por supuesto, también insistimos en el fortalecimiento de los derechos de los militantes, la garantía de la democracia interna y la renovación fluida de los cargos y su conveniente temporalidad y rotación, que impida la perpetuación del liderazgo. Además, los partidos deben ser escuelas de formación democrática, más aún dada su función de reclutamiento de los cuadros dirigentes del Estado.

b)      La Constitución de 1999 establece una modalidad cooperativa de federalismo, lamentablemente despreciada y desechada por el régimen, dada su política de recentralización. La fuerza argumentativa de la Exposición de Motivos de la Constitución   habla por si sola, eximiéndome  de cualquier comentario adicional. Cito textualmente: “En cuanto a la estructura del Estado venezolano, el diseño constitucional consagra un Estado Federal que se define como descentralizado, para así expresar la voluntad de transformar el anterior Estado centralizado en un verdadero modelo federal con las especificidades que requiere nuestra realidad. En todo caso, el régimen federal venezolano se regirá por los principios de integridad territorial, cooperación, solidaridad, concurrencia y corresponsabilidad que son característicos de un modelo federal cooperativo, en que las comunidades y autoridades de los distintos niveles político territoriales participan en la formación de las política públicas comunes a la Nación, integrándose en una esfera de gobierno compartida para el ejercicio de las competencias en que concurren. De esta manera, la acción de gobierno de los municipios, de los estados y del Poder Nacional se armoniza y coordina, para garantizar los fines del Estado venezolano al servicio de la sociedad.”

c)       Una de las innovaciones de la Constitución de 1999 es el reconocimiento del principio de corresponsabilidad entre el Estado y la sociedad civil (vid. entre otros los artículos 4, 184, 165 y 326 del texto fundamental de la República). A mi entender, el principio de corresponsabilidad tiene su anclaje en el concepto de Estado democrático y social de derecho. En efecto, éste, a diferencia del Estado liberal de derecho, implica no la separación sino el entrecruzamiento del Estado y la sociedad civil, manifestación de los fenómenos de socialización del Estado y estatización de la sociedad (vid. García-Pelayo, 1980) . A diferencia del pasado, lo público no se entiende hoy como una esfera referida exclusivamente al Estado. Lo público en la contemporaneidad se desdobla en  “lo público estatal” y  “lo público no estatal” (Bresser Pereira y Cunill,1988), esfera ésta última donde, gracias al principio de corresponsabilidad, pasa a tener una participación activa la sociedad civil. Esto significa un deslinde de cometidos: los que la Constitución reserva exclusivamente al Estado y los que comparte solidariamente con la sociedad civil, y por ende con la compleja y plural red de organizaciones y otras formas asociativas a través de la cual aquella se manifiesta.

d)      En la sociedad moderna el poder y la influencia de los medios de comunicación social ha crecido enormemente, lo que exige una mayor carga de responsabilidad por sus actuaciones, en ejercicio del legítimo derecho ciudadano a expresar sus pensamientos, ideas y opiniones. Es un tema complejo y espinoso sobre lo cual no voy a abundar aquí,  sólo para limitarme a recalcar la necesidad de la creación de un auténtico sistema de radiodifusión de servicio público que implique la participación de la sociedad civil, así como el fortalecimiento de las garantías del derecho ciudadano a la información oportuna, veraz e imparcial, sin censura, como lo pauta el artículo 58 de la Constitución.

e)       Last but not least, unas palabras finales de reflexión sobre el control democrático de las instituciones del Estado. El reverso de la participación es el control, pues es una tendencia natural del poder la tendencia a extralimitarse, el peligroso camino de la arbitrariedad y el abuso de poder. Lo público es lo que nos pertenece a todos, y su brújula tiene que direccionarse sin titubeos hacia el bien común, el bien de la comunidad a la que debe servir el Estado. Fortalecer el control democrático del Estado requiere de una opinión pública vigilante, el reclamo por la transparencia de lo público y el establecimiento y fortalecimiento de las instituciones de control, desde la sociedad y dentro del Estado. Una frase del gran jurista vienés (Kelsen, 1977, p107) recoge el sentido de lo que deseo trasmitir:

 

La suerte de la democracia moderna depende en gran proporción de que llegue a elaborarse un sistema de instituciones de control. Una democracia sin control será siempre insostenible, pues el desprecio de la autorrestricción que impone el principio de la legalidad equivale al suicidio de la democracia.

 

  1. La Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA), suscrita en Bogotá el 30 de abril del año 1948, toma partido a favor de la cualificación de la democracia como democracia representativa. Así, en su declaración inicial que sirve de pórtico a la Carta destaca “que la democracia representativa es condición indispensable para la estabilidad, la paz y desarrollo de la región”, estableciendo en su artículo 2 como propósito esencial el “promover y consolidar la democracia representativa dentro del respeto al principio de no intervención”.  Consecuencia del renovado impulso de promover, consolidar y garantizar el postulado democrático-representativo de la Carta de la OEA, los Estados americanos suscribieron en Lima, Perú, el 11 de septiembre de 2001, la Carta Democrática Interamericana. Allí no sólo se reafirma el postulado de la democracia representativa, sino que además se señala expresamente cuáles son sus elementos esenciales y los componentes fundamentales de su ejercicio.

 

En efecto, de acuerdo a la CDI (artículo 3) son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, (lo cual significa que estamos frente a  un numerus apertus y no a un numerus clausus): “el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio conforme al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”, siendo los componentes fundamentales de su ejercicio, a tenor de su artículo 4: “la transparencia de las actividades gubernamentales, la probidad, la responsabilidad de los gobiernos en la gestión pública, el respeto por los derechos sociales y la libertad de expresión y de prensa”.  Valiéndome de la interpretación abierta de los elementos esenciales de la democracia representativa que recoge la carta, destaco a continuación la visión de dos reconocidos teóricos de la democracia, pues nos ayudan a precisar el sentido del concepto de democracia en la actualidad. Ellos son (Dahl, 1999 y Norberto Bobbio, 2003).

 

 Así, para (Dahl,1999, p100-101) las instituciones políticas de la democracia representativa moderna son:

1.“Cargos públicos electos. El control de las decisiones político-administrativas gubernamentales está investido en cargos públicos elegidos por los ciudadanos. Los gobiernos democráticos modernos a gran escala son, así, representativos. 2. Elecciones libres, imparciales y frecuentes. Los cargos públicos son elegidos en elecciones frecuentes conducidas con imparcialidad en las que, en términos comparativos, hay poca coerción. 3. Libertad de expresión. Los ciudadanos tienen derecho a expresarse, sin peligro a un castigo severo, sobre asuntos políticos, definidos en sentido amplio, incluyendo la crítica de los cargos públicos, el gobierno, el régimen político, el orden socio-económico, y la ideología prevaleciente. 4.Acceso a fuentes alternativas de información. Los ciudadanos tienen el derecho de solicitar fuentes alternativas de información, alternativas e independientes de otros ciudadanos, expertos, periódicos, revistas, libros, telecomunicaciones y similares. Además, existen efectivamente fuentes de información alternativas que no están bajo el control del gobierno ni de cualquier otro grupo político individual que intente influir sobre los valores y las actitudes políticas públicas, y estas fuentes alternativas están efectivamente protegidas por la ley. 5.  Autonomía de las asociaciones. Para alcanzar sus distintos derechos, incluyendo aquellos requeridos para la efectiva operación de las instituciones políticas democráticas, los ciudadanos tienen también el derecho de constituir asociaciones u organizaciones relativamente independientes, incluyendo partidos políticos y grupos de interés independientes. 6.Ciudadanía inclusiva. A ningún adulto que resida permanentemente en el país y esté sujeto a sus leyes le pueden ser negados los derechos de que disfruten otros y que sean necesarios para estas cinco instituciones políticas que acabamos de presentar. Éstos incluyen el derecho de sufragio; a concurrir a cargos electos; a la libertad de expresión; a formar y participar en organizaciones políticas independientes; a tener acceso a fuentes independientes de información; y derechos a otras libertades y oportunidades que puedan ser necesarias para el funcionamiento efectivo de las instituciones políticas de la democracia a gran escala.”

 

 Por su parte, (Bobbio, 2003, p 460) señala  las seis reglas que definen la democracia de nuestra época:

 1. Todos los ciudadanos que hayan alcanzado la mayoría de edad, sin distinción de raza, religión, condición económica y sexo, deben disfrutar de los derechos políticos, es decir, cada uno debe disfrutar del derecho de expresar la propia opinión y de elegir a quien la exprese por él; 2. el voto de todos los ciudadanos debe tener el mismo peso; 3. todos los que disfrutan de los derechos políticos deben ser libres para poder votar según la propia opinión, formada lo más libremente posible, en una competición libre entre grupos políticos organizados en concurrencia entre ellos; 4. deben ser libres también en el sentido de que deben ser puestos en la condición de elegir entre soluciones diversas, es decir, entre partidos que tengan programas diversos y alternativos; 5. tanto para las elecciones como para las decisiones colectivas, debe valer la regla de la mayoría numérica, en el sentido de que se considere electa o se considere válida la decisión que obtenga el mayor número de votos; 6. ninguna decisión tomada por la mayoría debe limitar los derechos de la minoría, en especial el derecho de convertirse a su vez en mayoría en igualdad de condiciones.”

La  CDI a su vez realiza un aporte a la teoría de la democracia al consagrar una suerte de nuevo derecho, el derecho de los pueblos de América a la democracia. Como bien ha expresado (Briceño, 2012, p140) en su obra Una carta para la democracia:

En este orden ideal de concebir la democracia, donde la insinuación esencial es la búsqueda de un sistema libertario, el derecho a ello emerge y se trasluce de una manera tenaz y necesaria. La democracia es entonces concebida como un derecho subjetivo, del individuo que se siente titular del derecho de obtener la democracia para su satisfacción personal. La democracia es un bien que de obtenerlo satisface las necesidades de los individuos y si es instado por el estado con sus mecanismos jurídicos, mejor, con más derecho se hace su convocatoria. La democracia es entonces un Derecho Humano.

La CDI armoniza explícitamente  la idea de democracia con la idea de constitución, es decir apuesta por la democracia constitucional. Si bien el concepto de democracia constitucional se inscribe dentro de la añeja tradición del constitucionalismo, modernamente ha sido rigorizado gracias a la obra de autores contemporáneos, donde resaltan, entre otros, (Kägi, 1971), tal vez el primero en destacar su relevancia en el Derecho constitucional de la posguerra,  (Bellamy, 2010),  (Ferrajoli, 2008), (Elster y Slagstad,1988), (Salazar, 2006) y Aragón (1990) y (2000). Resumidamente, el concepto de democracia constitucional significa que la democracia es un principio constitucional, por tanto dotado de fuerza jurídica superior,  que se manifiesta tanto en el plano del poder constituyente como en los poderes constituidos, entrelazándose con los derechos fundamentales en una relación interdependiente, pues como afirma (Aragón, 2000, p113)

 “Un pueblo sólo puede ser soberano si es libre, es decir, si los ciudadanos que lo componen tienen asegurada su libertad. Por ello, la garantía constitucional de los derechos fundamentales, indisponibles incluso por el legislador, es, al mismo tiempo, la garantía de la soberanía popular. Hay, pues, una íntima conexión entre soberanía del pueblo y derechos fundamentales, de tal manera que sin ellos no hay propiamente Constitución, sencillamente porque sin ellos no puede existir la base en que la Constitución se asienta, la soberanía del pueblo”.

Por último, es de destacar aquí la relevancia que ofrece la Carta al concepto de participación ciudadana, al jerarquizarlo, en su artículo 6, nada más y nada menos como “una condición necesaria para el pleno y efectivo ejercicio de la democracia”.

Caben a continuación, al hilo de los propósitos del ensayo, las siguientes reflexiones:

Primero: a diferencia de la Constitución de 1999, que consagra un concepto de democracia donde la participación predomina sobre la representación, la CDI consagra un concepto de democracia donde la representación predomina sobre la participación. De allí a sacar la conclusión sobre la eventual incompatibilidad de ambos documentos me parece una apreciación excesiva. En efecto, y en esto sigo a (Bobbio,1986), la democracia contemporánea nos muestra un continuum donde caben diferentes formas intermedias, unas más cerca de la representación y otras más cerca de la participación. En este sentido podemos hablar del desiderátum de  una democracia integral, que incorpora con variado énfasis instituciones representativas e instituciones participativas. Encajonarnos en una concepción rígida de la democracia significa asumir dogmas reñidos con la realidad, que dificultarían el acuerdo en la búsqueda de objetivos comunes, por parte de los Estados  que conforman la OEA. La razón es sencilla; si bien la mayoría de las Constituciones de los Estados suscritores de la Carta privilegian la representación sobre la participación, a partir de la experiencia venezolana de 1999, ha surgido una nueva tendencia donde las Constituciones (Venezuela, Ecuador y Bolivia) privilegian la participación sobre la representación; 

Segundo: el argumento conciliador que nos unifica en torno a la concepción integral de la democracia, tiene un pilar fundamental en el novedoso artículo primero de la CDI, que consagra el derecho de los pueblos de América a la democracia. Retomo aquí la definición mínima de democracia de (Bobbio,1986) en lo que se refiere a la atribución al pueblo (Bobbio prefiere hablar, repito, del conjunto de los ciudadanos), del derecho de participar directa o indirectamente en la toma de decisiones colectivas, en otras palabras, sea a través de formas participativas, sea a través  de formas representativas. El artículo 6 de la Carta desarrolla el derecho y lo une indefectiblemente al concepto de participación, al señalar: “La participación de la ciudadanía en las decisiones relativas a su propio desarrollo es un derecho y una responsabilidad. Es también una condición necesaria para el pleno y efectivo ejercicio de la democracia. Promover y fomentar diversas formas de participación fortalece la democracia”. En suma, la CDI no cierra la puerta, muy por el contrario la abre, a cualquier modalidad de democracia que las constituciones de los Estados americanos incorporen a su articulado. Es mas, una interpretación creativa y audaz de los dos artículos nos llevaría  a privilegiar la participación sobre la representación, si concebimos a ésta como una forma de participación, la participación representativa; y

Tercero: Una reflexión final. Los conceptos constitucionales tienen como el dios romano Jano dos caras, la cara jurídica y la cara política, lo cual significa que una concepción formalista del derecho indiferente al discurso  político termina siendo estéril. Sé que entro en un terreno proceloso, pero no cabe duda que vivimos una  época crítica donde los conceptos políticos constitucionalizados generan fuertes polémicas ideológicas, con sus deletéreas tendencias a su erosión semántica. No voy a asumir aquí el radicalismo de (Nietzsche, 2002), de sostener que sólo puede definirse aquello que no tiene historia. Pero lo cierto es que conceptos como el de representación, participación, Estado-nación, partidos políticos, pueblo, Constitución e incluso el término democracia, están hoy en el banquillo de los acusados, entre el descreimiento y el nihilismo de la pretendida era posmoderna y su poderoso efecto de liviandad y relativismo. Reivindicar su valor, insertarlos en la cultura cívica e impregnarlos de contenido ético, es el deber prioritario de los defensores de la libertad, el profundo telos de la idea  la Constitución, sea la de ayer, sea la de hoy, y ojalá sea también la del  mañana.

 

 

Referencias Bibliográficas

Aragón, M (1990): Constitución y democracia. Tecnos, Madrid.

Aragón, M (2000): La democracia constitucional, en VV.AA. Constitución y constitucionalismo hoy, Fundación Manuel García-Pelayo, Caracas.

Bellamy, R (2010), Constitucionalismo político. Marcial Pons, Madrid.

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Desafíos de la representación política y de la participación ciudadana en la Venezuela actual a la luz de la Carta Democrática Interamericana




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