30/03/2011
Política y Economía
por Antonio Colomer Viadel
Documento adjunto
Este artículo aparecerá próximamente
en la revista Acontecimiento
de la Fundación Emmanuel Mounier.
Ciertamente es una generalización injusta pero muy arraigada en la opinión pública que la política se transforma en una estrategia para alcanzar el botín que beneficia a sus protagonistas. Hace ya tiempo escribí que “la política se convierte, para muchos, en una escala de promoción social y económica, en un procedimiento rápido de entrelazarse con los otros grandes polos de intereses de la sociedad, y en alcanzar estatutos privilegiados que cada vez van separando más a los representantes de los representados; reduce ese vínculo a la adhesión irracional, mítica, hacia un protagonismo personal o colectivo de ciertos dirigentes”
[i].
En esa relación entre política y economía la iniciativa viciosa no está únicamente por aquellos personajes que entienden el acceso a los cargos políticos como la ocasión de enriquecerse, sino que se encuentra también y a menudo en los grupos de presión económica con su seducción venal para obtener decisiones administrativas y/o políticas beneficiosas para sus intereses, a costa de lo que sea.
Incluso en el plano internacional asistimos en los últimos tiempos a una especulación criminal sobre los alimentos que en pueblos subdesarrollados han provocado reacciones desesperadas con consecuencias políticas de profunda inestabilidad y crisis. La historia de esa internacional norteamericana, Cargill, una de las multinacionales que controla una de las parcelas fundamentales del comercio mundial de materias primas de alimentación, y provoca con sus compras especulativas alzas irracionales en estos productos básicos, ha llevado a esa imagen de las clases populares en los países del Magreb enarbolando en la calle como armas un pan tremendamente encarecido en su precio, que afectaba a lo fundamental de la vida de aquellas familias y que ha arrastrado, y hecho caer, a poderes políticos despóticos e indiferentes a esas necesidades fundamentales de los sectores populares.
La raíz de estos malentendidos y contradicciones es honda y antigua. En su “Historia de las cosas de la nueva España”, Fray Bernardino de Sahagún contaba en el siglo XVI las narraciones de viejos aztecas sobre las prácticas y valores de su sociedad, fundadas en la reciprocidad de dones y en el mayor prestigio social del que era más generoso en la entrega en beneficio de los otros o de la misma comunidad.
De ahí la incomprensión de que no se les reconociera tal valor cuando otorgaban dones numerosos e importantes aquellos europeos recién llegados.
Desgraciadamente muchos de esos españoles desembarcados en México ya estaban imbuidos de un sistema económico basado en el intercambio desigual y en la acumulación como fundamento del poder y servicio a la avaricia y la codicia como motivos de acción social
[1].
No se trata del enfrentamiento de dos culturas y civilizaciones de valores contrapuestos ya que Aristóteles en su “Ética a Nicómaco” también considera la reciprocidad como el origen de valores sociales tales como la justicia, la responsabilidad y la amistad. Una perversión posterior de tales fundamentos de la sociedad va a subordinar la dignidad de la persona al uso instrumental de los seres humanos como cosas, utilizados en beneficio de los dominadores de turno.
En la Universidad de Salamanca, en aquellas primeras décadas de la conquista americana, va a brillar toda una doctrina ética en torno a las relaciones internacionales y al respeto al prójimo, por una parte, y también un pensamiento sobre el poder y la soberanía de los príncipes subordinado al bien común, tal como expresó Francisco Suárez en su obra “De Legibus”, en donde considera que el príncipe que antepone intereses particulares, en vez de servir al bien común, queda deslegitimado y puede ser desobedecido.
El bien vivir que dimana de algunas culturas indígenas americanas genera valores éticos que implica una actitud de equilibrio y respeto al entorno natural a partir de las estructuras de reciprocidad en donde valores como la justicia, la solidaridad, la equidad, la confianza, la lealtad, la responsabilidad, etc. no son impuestos por alguna norma externa ni por la coacción, sino proceden de prácticas sociales y económicas de reciprocidad. El antropólogo Dominique Temple ha insistido en esta dimensión de la convivencia tanto en las culturas americanas como en el antiguo pensamiento griego
[ii].
Es interesante observar que en los sistemas sociales hay un conjunto de valores que atienden a todas las necesidades básicas y que a su vez están interrelacionados. El profesor Parra Luna habla de un patrón referencial de valores en donde cita hasta nueve relacionados con la salud, la riqueza material, la seguridad y el orden, el conocimiento, la libertad, la justicia, el prestigio, la conservación de la naturaleza y la calidad de actividades que afectan a la autorrealización. Todos ellos motivan a los seres humanos a la hora de actuar, y evidentemente es difícil que se solucionen los problemas sociales y económicos que no los tienen en cuenta. Por ello abordó el problema del paro y la crisis económica en nuestro país teniendo en cuenta las necesidades que implican estos valores y que nos lleva a una crisis especialmente profunda en relación con los problemas de los países de nuestro entorno.
De ahí su especial sorpresa cuando sometió su obra a algún destacado político y economista de nuestro país y recibió como respuesta la siguiente: “siento no poder dar mi opinión sobre el texto recibido ya que no entiendo el lenguaje sistémico-axiológico utilizado”
[iii].
El Profesor Parra Luna utiliza en este libro un consejo del Emperador Carlos V a su hijo Felipe II, “Tres puntos requiere la buena gobernación: ciencia, experiencia y conciencia”, que supone conocimiento, práctica y ética.
Esta relación patológica de economía y política en donde la segunda se subordina a la primera, es vista con profunda desconfianza por los ciudadanos y genera la mala imagen que estos tienen de los políticos, la cuestión de sus ingresos y sobre todo de la falta de transparencia en torno a estos. Hace tiempo escribí en “El Retorno de Ulises” que “hay que impedir que se abra una brecha por el acceso a privilegios sociales y económicos - debido a las expectativas de vinculación a nuevos intereses-, entre el período en que seamos representantes y lo que sea nuestra vida como un ciudadano más. Para ello debe homologarse -con un límite general- la retribución de nuestro trabajo profesional corriente con la retribución de la función representativa, y establecer un control estricto de los gastos en esa función, y garantizar la austeridad y la transparencia en las decisiones de gasto, fundadas en ingresos aportados por todos nuestros conciudadanos”
[iv].
Una prueba de la sensibilidad de la ciudadanía, y de la desconfianza de la misma sobre estas retribuciones de los políticos y sus ganancias de todo tipo, se encuentra en una reciente iniciativa legislativa popular, emprendida por un grupo de estudiantes de la Universidad Politécnica de Valencia, para que se aprobara una ley reguladora de las retribuciones de los políticos y con un control más riguroso e incompatibilidades más exigentes. El presidente del Congreso se apresuró a contestarles que no procedía admitirla a trámite por una serie de razones formales y legalistas, pero en poco más de un mes que esta iniciativa estuvo en internet a comienzos de 2011, recibió alrededor de 240.000 firmas de ciudadanos que respaldaban tal iniciativa
[v].
Del mismo modo son criticables los sistemas de subvenciones sin trabajar y la actitud mendicante de quienes lo esperan todo del Estado sin contribuir con algún tipo de actividad de servicio social o comunitario. Libertad y justicia distributiva no coinciden y debe realizarse un esfuerzo porque se complementen equilibradamente. Aquellos clásicos principios generales del derecho que exigían dar a cada uno lo suyo, vivir honestamente y no hacer daño a nadie siguen siendo exigencias éticas fundamentales de la cultura política que debiera obligar a actuar a los dirigentes y también a los ciudadanos en un círculo virtuoso para el buen gobierno y el buen sentido en el poder y en el deber de gobernantes y gobernados de la comunidad política.
Una cuestión capital y polémica, por no estar en el pensamiento políticamente correcto, es que el ahorro popular debe fundamentalmente estar al servicio del pueblo y no ser instrumento de beneficio de empresas privadas como los bancos que retribuyen mal ese ahorro popular y se benefician exigiendo altos intereses a quienes lo prestan. Es cierto que el control de ese ahorro popular exige que sean ciudadanos con la asistencia de técnicos los que hagan un control transparente de tales recursos y para ello debiera prohibirse el acceso de los políticos no sólo durante sus mandatos sino también después, al menos durante un largo plazo, a los órganos de control de tales entidades financieras y bancarias. El tremendo desastre de la burbuja financiera y su impacto en la crisis económica justificaría más que sobradamente estas medidas profilácticas en la relación entre economía y política.
Este problema sobre el pretendido gigantismo y complejidad de las decisiones de las organizaciones políticas y el riesgo de que las mayorías intervengan en vez de ser espacios reservados a técnicos, expertos y profesionales, puede dar pie a otro secuestro, el de los gerentes y tecnócratas que pueden ser fácilmente sobornados por los grupos de presión económica. Los problemas de organización son comprensibles por sentido común, por la mayor parte de nosotros. El asesoramiento técnico necesario puede recabarse de los empleados de la función pública cuya estabilidad puede permitirles una cierta vacunación frente a las presiones externas. Una circulación ciudadana para asumir niveles de responsabilidad como un servicio comunal obligatorio de dirigir, para el que hubiera una preparación educativa en la escuela desde la niñez y un sentido ético de la virtud cívica de asumir responsabilidades en la comunidad, permitiría esa desconcentración del poder ante la patología de la relación entre economía y política. La sociedad democrática avanzada es aquella que ha conseguido esa difusión del poder que impida su concentración patológica no sólo política sino económica y que encuentra su fin justificativo en ese servicio al bien común. Debemos recordar lo que escribió el poeta Verlaine al definir la política como el arte de impedir a las personas ocuparse de aquello que les importa. Esta definición ha justificado todas las acusaciones de demagogia ante las exigencias de democracia participativa y de intervención del pueblo, titular de la soberanía, en la toma de decisiones de transcendencia. Hay que concluir que difícilmente puede existir democracia política sin democracia económica, sin que ello implique no tener en cuenta el mérito y el esfuerzo y su reconocimiento, pero no hasta el extremo de generar aparatos de dominación y exclusión de los demás
[vi].
Sólo desde la independencia política, y ésta basada en la legitimidad democrática, se pueden tomar decisiones rigurosas de control para frenar abusos económicos. La lógica del mercado es un mito y tras ella están las presiones, las solicitudes encubiertas de apoyos gubernamentales a determinadas organizaciones, la exigencia de beneficios solapados y toda esa red entrelazada de intereses enmascarados bajo pretendidos fines de una lógica determinista de mejora de la competencia y la productividad al servicio del conjunto de la comunidad.
Resulta muy difícil aplicar estas medidas en comunidades aisladas y de ahí también la necesidad de conseguir decisiones compartidas en la comunidad internacional que supongan control de los comportamientos especulativos y reglas que frenen esa usurocracia despiadada al servicio únicamente de intereses parciales y excluyentes. Una radical modificación de los organismos internacionales que sistemáticamente están ayudando las políticas de los poderosos -tanto políticos como económicos- es imprescindible en este cambio. Hay que rescatar el espíritu del servicio a la paz que estuvo en el origen de organizaciones como Naciones Unidas, a partir del respeto a los derechos humanos que supone no sólo el respeto a la libertad sino también a la justicia y al desarrollo equilibrado y el rechazo de aquellos comportamientos económicos que lo impiden. Este es el gran desafío que nos queda para el resto del siglo XXI.
Notas
[i] Antonio Colomer Viadel.
El retorno de Ulises, una filosofía de política alternativa. Colección Amadís. Editorial Nomos. Valencia 2002, pág. 45.
[ii] Dominique Temple et Mireille Chabal.
La Réciprocité et la Naissance des valeurs Humaines. Editorial L´Harmattan. París 1995.
[iii] Francisco Parra Luna.
El Paro permitido. Editorial Corona Borealis. Málaga 2010.
[iv] El Retorno de Ulises. Op. Cit. Pág 47.
[v] Véase el texto de esta iniciativa titulada “Por una reforma salarial diferente” en el periódico digital “La Hora de Mañana” en www.lahorade.es.
[vi] Antonio Colomer Viadel. (Coord.).
Regenerar la política. Ciudadanos ¡sed protagonistas! Colección Amadís. Editorial Ugarit. Valencia 2008