-Yo, señor mío, soy parásito. Ese es mi oficio, como el vuestro es escribano.
-¡Qué decís! Nadie, sino un orate, llamaría oficio a ejercer de
parásito, a vivir del prójimo…
-¿Es que tengo aspecto de demente, acaso? Yo estoy bien cuerdo y digo que
el mío de parásito es un verdadero oficio. Añado que es un menester para expertos
y que no puede ser ejercido por cualquiera. Y aún digo más: como todas las
profesiones que lo son de verdad, requiere vocación, aptitud y trabajo.
-¡Es inaudito! Lo que proponéis es que se tenga al parasitismo por dedicación
equiparable a la medicina, la gramática, la alquimia, el comercio, la pintura o
el arte de navegar.
-En efecto. Lo habéis expresado inmejorablemente. Y afirmo que el de parásito
es quehacer harto dificultoso, y exigente de mucha dedicación y gana. Porque,
como sin duda sabéis, no hay escuela que lo enseñe, ni facultad donde
aprenderlo, ni libro que lo explique, ni maestro que lo domine. Con lo cual os
significo que se trata de un saber raro y alquitarado; no heredado, sino inventado;
ciencia no escrita, sino imaginada ex
novo; pericia no transmitida, sino creada cada vez;
en la que el estudiante es profesor por fuerza y el discípulo maestro al mismo
tiempo. ¿Conocéis oficio más costoso de penetrar?
-Sí que parece arduo, según lo narráis. Acaso entonces no valga la
pena tanta fatiga.
-¡Oh, señor mío, qué ignorancia la vuestra! Sí que la vale, y cómo os
lo diría. Mirad que el parásito come, y bebe, y viste, y calza, y se huelga,
pero no tiene mayordomo a quien reprender por una mala compra en el mercado, ni
criado que le sise, ni cocinero con el que se enoje, ni campos que sembrar y cosechar,
ni frutos que vender, ni ganados que criar, ni pastores que atender, ni administrador
fullero, ni dinero, que mancha cuanto toca, por ser el estiércol del Diantre.
Libre de todas esas cuitas, el parásito consigue ser el único que bebe y come
sin incurrir en los fastidios que agobian la vida de los ricos y ya no se diga
la de quienes, para procurarse algún placer, así sea parvo, han de trabajar.
Ved, pues, que es oficio necesitado de ingenio, porque teniendo nada ha de
conseguirse todo.
-Sin embargo de cuanto afirma vuestra merced, no podrá un parásito decir
que es útil a sus congéneres o de algún provecho para la sociedad de los seres
humanos; sino al contrario: carga molesta de quien ha de soportarlo, bueno para
nada, lima de bienes ajenos, sanguijuela de los otros, vampiro de prójimos.
-Quiá. No consideráis bien las cosas y se deja notar que vuestro conocimiento
del alma del hombre es cosa de poco calado. El parásito es preciso, necesario,
imprescindible: sin su asidua compañía, el poderoso se siente en soledad; el
rico percíbese avariento, en vez de opulento; el lerdo se percata de su
estulticia, pues nadie le ríe la gracia insulsa ni le aplaude la ocurrencia
vacua. El parásito, al contrario de lo que vos decís con muy escasa reflexión,
es un ejercicio viviente de caridad con el prójimo, una ofrenda permanente de
simpatía para quienes tanto la necesitan. Con él aumenta la felicidad del
mundo, pues el ambicioso acomodado, siempre alcanzado de temores, comido de
sospechas y acosado por recelos, obtiene el alivio de un asueto, el respiro de
una sonrisa o el solaz de un halago.
-Tenéis el don de mostrar la parte oculta de las cosas y reconozco que
por mis solos medios no hubiera llegado a apercibirme de lo que tan claramente
demostráis.
-Más lejos iré, si vuestra paciencia me otorgare todavía unos
instantes.
-Por descontado que sí. Decid, señor parásito, os lo ruego.
-El parásito ha de ser, sobre todo lo antedicho, persona colmada de bondad
y blandos sentimientos, de benevolencia para con el prójimo y de actitudes
suaves y comprensivas para con él. Todo sin atender principalmente a su
provecho particular, pues este le vendrá dado solo si satisficiere primero los
requisitos que menciono.
-Y ¿cómo es así? He vuelto a perder el hilo y no podré seguiros sin vuestra
ayuda.
-Veréis. Un batanero, un herrador, un rétor, un alguacil, un lacayo,
un labrador o un ventero, un soldado, un notario, un ministril, un cirujano
barbero, un relojero, un chantre pueden ser tan perversos como alcanzare la
naturaleza humana permitir a un individuo, sin que por esa maldad suya en nada
se entorpezca el ejercicio de sus oficios respectivos: el barbero rapará bien
las barbas y compondrá galanamente los mostachos si es habilidoso y plático y
no lo hará mejor o peor por ser bondadoso o malvado. En cambio y al contrario,
la maldad es obvio que cierra enseguida el camino a la difícil profesión
parásita, ya que esta requiere condescendencia, conllevancia y tolerante paciencia
con las siempre abundantes flaquezas de nuestros prójimos. ¿Lo comprendéis ahora?
-¡Y claramente, qué bien razonáis! ¡Como que comienzo a desear dejar
la escribanía para emularos, si es que fuera capaz de tanto mérito! Discurrís como
auténtico sabio, como verdadero filósofo…
-Sabio, acaso, pero en ninguna manera filósofo, mirad bien que eso es ofensa
que me hacéis.
-Discúlpeme, en tal caso, vuesa merced, porque nada más lejos de mi ánimo
que heriros con mis palabras.
-Lo sé, lo sé, no cuidéis de mi rencor, pues no poseo ese don tan
temible.
Mirad, pues: filosofías hay tantas como filósofos y no hay dos entre
su vasta piara que digan la misma cosa. Leedlo, si os place, en el de Samósata,
que lo expresa de modo insuperable: “La filosofía no es uniforme y consistente,
pues a Epicuro le parece que las cosas son de una manera, y a los de la Estoa
de otra, y a los de la Academia de otra, y a los del Perípato de otra más, y
así sucesivamente”. Algo en lo que mora tanto disentimiento no puede estar ni
aun medianamente cerca de cualquier idea de perfección, por grosera que esta idea
o noción sea.
-Qué bien visto y expresado. Continuad, os lo ruego, por ver en qué concluye
el argumento, que me tenéis en ascuas.
-Pues, bien: frente a esa discordancia en el ejercicio que es propia
de los filósofos, sujetos entregados a un vano individualismo por medio del
cual la confusión aumenta, en lugar de decrecer, y la claridad se nubla, en
lugar de brillar, el parasitismo exige reglas uniformes e inviolables, cultivo
disciplinado de un orden fijo y humildad para aceptar que, a lo más, los
mandamientos del oficio no permiten sino muy leves interpretaciones para su
adaptación a la realidad cambiante, pero no mutación de principios ni
revoluciones axiológicas ni cambios dogmáticos ni renovación de paradigmas.
-Lleváis mucha razón, mi señor parásito, en señalar cuántas filosofías
fabrican los filósofos, aunque todos aseguren que la Filosofía es una.
-En efecto. Más se parece el parasitismo a la aritmética en su
exactitud y fijeza: ¿o no es cierto que uno y uno son dos en cualquier parte,
mientras que, al pensar de la caterva de filósofos, el ente es una cosa aquí,
otra allá y una tercera acullá, como si pudiera ser distinto según quién lo
describa? Pues, así y por contraste, la virtud del parásito, en orden a la
fijeza de su método, y reglas, no es menor que la del geómetra o el matemático,
porque el parasitismo es siempre igual y estable en todas partes, admirable en
su unicidad y permanencia doquiera que se ejerza. No hay sectas, ni
heterodoxias, ni cismas entre los parásitos, que son concordes, consonantes,
concomitantes y consistentes. De modo tal que no discrepan ni un punto en su
ideario y, por si ello fuera poco motivo de respeto y reverencia, muestran una
coherencia absoluta entre los fines que persiguen y las acciones que emprenden
para alcanzarlos.
-No sé si os sigo hasta donde queréis que os siga, tened la bondad de ofrecer
algún báculo a mis pobres entendederas, mi admirable señor parásito.
-Accedo. Lo que sobran son ejemplos. Os pido que pongáis atención. Sin
duda habéis oído hablar de Esquines, el socrático, e incluso leído alguna cosa suya.
-Así es, en efecto. Recuerdo bien sus consideraciones sobre los gais
en Atenas, antes llamados putos, o maricones.
-El mismo. Pero lo que le interesó más aún que rivalizar con
Demóstenes fue vivir del mecenazgo de Dioniso, el riquísimo tirano de Siracusa.
Y junto a él vivió de gorra hasta el final de sus días, gastando su ingenio en
hacer más placentera la vida del poderoso. Que no es empleo para cualquiera.
-Tenía yo entendido que tal había sido el caso pero no de Esquines,
sino de Aristipo.
-Y entendisteis bien, porque son casos gemelos y paralelos, en todo semejantes,
lo que prueba la verdad de cuanto os dije sobre la coherencia admirable que
caracteriza a los parásitos: Aristipo de Cirene aún sacó más provecho de
Dionisio; diríamos que fue el parásito principal, el protoparásito de Siracusa,
al archiparásito de la Trinacria toda, es a saber, de Sicilia. Sin olvidar al
sujeto más famoso de todos: Aristocles.
-¿Aristocles, famoso?
-¡Oh, sí, más que famoso! Y vos también lo conocéis y apreciáis,
aunque veo que ignoráis la coincidencia de nombres para una sola persona.
Aristocles es el nombre verdadero y genuino del por casi todos llamado Platón,
que se hizo famoso no por su nombre, como veis ahora, sino por su apodo,
alusivo a sus dilatadísimas espaldas. Sabed que πλατὐς es voz de la lengua griega que vale por ancho y
plano. Sucede, empero, que Platón, como verdadero filósofo, resultó incapaz de
actuar como parásito competente, oficio, según vais entendiendo, reservado a
poquísimos. Aristocles llamado Platón, pagado de sí, estuvo viviendo del
gorroneo muy poco tiempo y no se marchó por voluntad propia, sino que fue
expulsado por inepto en el parasitismo, un bochorno para la antigua y honorable
profesión, que aborrece a los intrusos y aficionados zascandiles. Humillado, se
esforzó, ya en Atenas, por lograr la perfección de que obviamente carecía. Lo
hizo a conciencia, pero no le alcanzaron sus cualidades para lograr un
propósito tan por encima de lo que es normal en los seres humanos: regresó a
Sicilia, lo intentó de nuevo y de nuevo fue expulsado por incompetente. Tampoco
el bilbilitano Marcial consiguió su visible propósito tras la muerte del
emperador Domiciano, su valedor. Ni el eminente Voltaire con el gran Federico.
-¡Quién lo dijera! Sois un inagotable pozo de convincentes razones, mi
señor parásito.
-La relación podría ser tediosa, de tan abundante. Eurípides fue
parásito de Arquelao como Anaxarco lo fue de Alejandro, llamado Magno. Yendo
más atrás, acaso el primer gran parásito, rey entre reyes, sea Néstor, gorrón perpetuo
de la mesa del divino Agamenón, a menos que se nieguen las palabras del
inmortal Homero.
-No seré yo quien las tuerza.
-Ni yo, amigo mío, que me parece que ya lo vais siendo. No varía el parásito
ni con la mudanza del espacio ni con la del tiempo. En todo tiempo es igual y
constante. Vos y yo podemos comprobarlo sin movernos de aquí, gracias a las
licencias que nos han otorgado los Inmortales. Mirad, si no, la armónica
elegancia del moderno presupuestívoro, la implacable impasibilidad del molusco
gubernamental, que en el tiempo de los demócratas ya no busca tanto el cobijo
del déspota cuanto el del Estado, adaptando admirablemente los preceptos del
oficio a los requerimientos del medio histórico en cada momento. Consigue el
puesto con sutiles artificios y, una vez en él, emite, como algunos moluscos,
una sustancia firme y pegajosa con la que se une al empleo como el percebe y el
mejillón se aferran a la roca: no hay oleaje que los desprenda ni temporal tan
fuerte que pueda desasirlos del soporte que ellos mismo segregan, con grande e
infuso entendimiento.
La abundancia de las burocracias nos ha permitido progresos que eran por
entero impensables en la famosa, pero más bien desmedrada Antigüedad.
Hoy, cualquier pequeño Estado nutre a más funcionarios no ya que la
Atenas gloriosa de Pericles, sino que el Imperio del Gran Rey persa y aun el de
Roma. Son legión y entre ellos anidan familias enteras de parásitos, al amparo
del número, diseminadas en diversas dependencias del Estado, que tiene tantas como
para resultar innumerables y de imposible control.
-Hemos, pues, de felicitar a los hombres, por haber aumentado el
número de estas gentes capaces y desenvueltas.
-Bueno, en este renglón preciso acaso no me vea yo tan conformado como
pudiera parecéroslo. Porque el número, que inicialmente es asunto de mera
cantidad, puede producir saltos cualitativos cuando experimenta alteraciones
muy considerables. Es decir, que un vaso de agua de mar no es lo mismo que el
océano, aunque ambos contengan la misma sustancia esencial y la diferencia en
la magnitud pudiera solamente parecer variación de mera cantidad a un
observador banal. Digo, con esto, que lo mucho puede resultar en peor, porque
la abundancia de bienes no siempre acaba en bien.
-De nuevo me extravío: alumbradme.
-Mirad, si no, qué se ganaría con que todos los hombres fueran sin excepción
tan ricos en oro como lo fuera el más rico de entre ellos. Sería el fin de la
riqueza y el oro dejaría de tener valor, pues lo que todos tienen nunca es cosa
de gran precio.
-Ya veo, es muy cierto.
-Pues de eso trato: ahora hay familias completas, de sangre o de
ideas, que ejercen el parasitismo, lo cual ha redundado en su perjuicio y
generado su decadencia. Ha nacido el ser presupuestívoro, con aspecto de
mamífero, pero de mentalidad molusca, que vive con especialidad en los países
regidos constitucionalmente. La desmesura ha ido ganando terreno y eso ha descabalado
las cuentas y arrojado mala fama sobre el parásito, de suyo morigerado y
prudente. No es que no los haya hoy a la manera antigua, pero se ven
ampliamente superados por la variedad más reciente y populosa de los voraces e
insaciables.
Lo tiene dicho hace un tiempo un escritor ahora poco leído, llamado Ventura
Ruiz, que escribió para españoles. El neoparásito, por su aspecto exterior y su
inteligencia puede clasificarse entre los gansos: apenas sale del cascarón se
lanza furioso como un demonio al presupuesto y le pega cada picotazo que canta
el misterio. Vive y muere al pie del presupuesto, como el buen artillero al pie
del cañón. El señor Ruiz llegó a instituir un premio para quien resolviera esta
cuestión, que resume bien las cosas en su actual estado: ¿el presupuesto se ha
hecho para estos sujetos o se han hecho estos sujetos para el presupuesto? Como
veis, aun llevando el mismo nombre, son cosa distinta y amenazadora.
Un gesto de tristeza subrayó sus frases afligidas. En ese punto tan
digno de consideración estaban ambos cuando, por una rendija del continuo
espaciotemporal, oportunamente abierta por Cronos, pasaron silentes, pausados y
con aire de meditación profunda, tres entes etéreos, que andaban con ayuda de
unos cayados y alumbrando el estrecho y empinado sendero con pequeños candiles
de llama temblorosa. El escribano inquirió por su identidad.
-Son los espíritus de tres jueces, por nombres José Castro, Pablo Ruz
y Mercedes Alaya –repuso el omnisciente parásito–, que los dioses amparen.
Van en busca de remedio por un áspero y anfractuoso camino, sin más
ayuda que esos pobres bastones y unas tenues luces de linterna que apenas alumbran
la atmósfera caliginosa.
En
este mismo instante irrumpió en la escena un sujeto joven, con perilla y
coleta, que dio un golpe sobre la mesa a la vez que prorrumpía en engolados improperios,
con lo que concluyó la ensoñación.