Miércoles, 19 de Noviembre de 2025
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04/05/2015

Diálogo antiguo del tiempo que corre


por Guillermo Fatás


-Yo, señor mío, soy parásito. Ese es mi oficio, como el vuestro es escribano.
-¡Qué decís! Nadie, sino un orate, llamaría oficio a ejercer de parásito, a vivir del prójimo…
-¿Es que tengo aspecto de demente, acaso? Yo estoy bien cuerdo y digo que el mío de parásito es un verdadero oficio. Añado que es un menester para expertos y que no puede ser ejercido por cualquiera. Y aún digo más: como todas las profesiones que lo son de verdad, requiere vocación, aptitud y trabajo.
-¡Es inaudito! Lo que proponéis es que se tenga al parasitismo por dedicación equiparable a la medicina, la gramática, la alquimia, el comercio, la pintura o el arte de navegar.
-En efecto. Lo habéis expresado inmejorablemente. Y afirmo que el de parásito es quehacer harto dificultoso, y exigente de mucha dedicación y gana. Porque, como sin duda sabéis, no hay escuela que lo enseñe, ni facultad donde aprenderlo, ni libro que lo explique, ni maestro que lo domine. Con lo cual os significo que se trata de un saber raro y alquitarado; no heredado, sino inventado; ciencia no escrita, sino imaginada ex novo; pericia no transmitida, sino creada cada vez; en la que el estudiante es profesor por fuerza y el discípulo maestro al mismo tiempo. ¿Conocéis oficio más costoso de penetrar?
-Sí que parece arduo, según lo narráis. Acaso entonces no valga la pena tanta fatiga.
-¡Oh, señor mío, qué ignorancia la vuestra! Sí que la vale, y cómo os lo diría. Mirad que el parásito come, y bebe, y viste, y calza, y se huelga, pero no tiene mayordomo a quien reprender por una mala compra en el mercado, ni criado que le sise, ni cocinero con el que se enoje, ni campos que sembrar y cosechar, ni frutos que vender, ni ganados que criar, ni pastores que atender, ni administrador fullero, ni dinero, que mancha cuanto toca, por ser el estiércol del Diantre. Libre de todas esas cuitas, el parásito consigue ser el único que bebe y come sin incurrir en los fastidios que agobian la vida de los ricos y ya no se diga la de quienes, para procurarse algún placer, así sea parvo, han de trabajar. Ved, pues, que es oficio necesitado de ingenio, porque teniendo nada ha de conseguirse todo.
-Sin embargo de cuanto afirma vuestra merced, no podrá un parásito decir que es útil a sus congéneres o de algún provecho para la sociedad de los seres humanos; sino al contrario: carga molesta de quien ha de soportarlo, bueno para nada, lima de bienes ajenos, sanguijuela de los otros, vampiro de prójimos.
-Quiá. No consideráis bien las cosas y se deja notar que vuestro conocimiento del alma del hombre es cosa de poco calado. El parásito es preciso, necesario, imprescindible: sin su asidua compañía, el poderoso se siente en soledad; el rico percíbese avariento, en vez de opulento; el lerdo se percata de su estulticia, pues nadie le ríe la gracia insulsa ni le aplaude la ocurrencia vacua. El parásito, al contrario de lo que vos decís con muy escasa reflexión, es un ejercicio viviente de caridad con el prójimo, una ofrenda permanente de simpatía para quienes tanto la necesitan. Con él aumenta la felicidad del mundo, pues el ambicioso acomodado, siempre alcanzado de temores, comido de sospechas y acosado por recelos, obtiene el alivio de un asueto, el respiro de una sonrisa o el solaz de un halago.
-Tenéis el don de mostrar la parte oculta de las cosas y reconozco que por mis solos medios no hubiera llegado a apercibirme de lo que tan claramente demostráis.
-Más lejos iré, si vuestra paciencia me otorgare todavía unos instantes.
-Por descontado que sí. Decid, señor parásito, os lo ruego.
-El parásito ha de ser, sobre todo lo antedicho, persona colmada de bondad y blandos sentimientos, de benevolencia para con el prójimo y de actitudes suaves y comprensivas para con él. Todo sin atender principalmente a su provecho particular, pues este le vendrá dado solo si satisficiere primero los requisitos que menciono.
-Y ¿cómo es así? He vuelto a perder el hilo y no podré seguiros sin vuestra ayuda.
-Veréis. Un batanero, un herrador, un rétor, un alguacil, un lacayo, un labrador o un ventero, un soldado, un notario, un ministril, un cirujano barbero, un relojero, un chantre pueden ser tan perversos como alcanzare la naturaleza humana permitir a un individuo, sin que por esa maldad suya en nada se entorpezca el ejercicio de sus oficios respectivos: el barbero rapará bien las barbas y compondrá galanamente los mostachos si es habilidoso y plático y no lo hará mejor o peor por ser bondadoso o malvado. En cambio y al contrario, la maldad es obvio que cierra enseguida el camino a la difícil profesión parásita, ya que esta requiere condescendencia, conllevancia y tolerante paciencia con las siempre abundantes flaquezas de nuestros prójimos. ¿Lo comprendéis ahora?
-¡Y claramente, qué bien razonáis! ¡Como que comienzo a desear dejar la escribanía para emularos, si es que fuera capaz de tanto mérito! Discurrís como auténtico sabio, como verdadero filósofo…
-Sabio, acaso, pero en ninguna manera filósofo, mirad bien que eso es ofensa que me hacéis.
-Discúlpeme, en tal caso, vuesa merced, porque nada más lejos de mi ánimo que heriros con mis palabras.
-Lo sé, lo sé, no cuidéis de mi rencor, pues no poseo ese don tan temible.
Mirad, pues: filosofías hay tantas como filósofos y no hay dos entre su vasta piara que digan la misma cosa. Leedlo, si os place, en el de Samósata, que lo expresa de modo insuperable: “La filosofía no es uniforme y consistente, pues a Epicuro le parece que las cosas son de una manera, y a los de la Estoa de otra, y a los de la Academia de otra, y a los del Perípato de otra más, y así sucesivamente”. Algo en lo que mora tanto disentimiento no puede estar ni aun medianamente cerca de cualquier idea de perfección, por grosera que esta idea o noción sea.
-Qué bien visto y expresado. Continuad, os lo ruego, por ver en qué concluye el argumento, que me tenéis en ascuas.
-Pues, bien: frente a esa discordancia en el ejercicio que es propia de los filósofos, sujetos entregados a un vano individualismo por medio del cual la confusión aumenta, en lugar de decrecer, y la claridad se nubla, en lugar de brillar, el parasitismo exige reglas uniformes e inviolables, cultivo disciplinado de un orden fijo y humildad para aceptar que, a lo más, los mandamientos del oficio no permiten sino muy leves interpretaciones para su adaptación a la realidad cambiante, pero no mutación de principios ni revoluciones axiológicas ni cambios dogmáticos ni renovación de paradigmas.
-Lleváis mucha razón, mi señor parásito, en señalar cuántas filosofías fabrican los filósofos, aunque todos aseguren que la Filosofía es una.
-En efecto. Más se parece el parasitismo a la aritmética en su exactitud y fijeza: ¿o no es cierto que uno y uno son dos en cualquier parte, mientras que, al pensar de la caterva de filósofos, el ente es una cosa aquí, otra allá y una tercera acullá, como si pudiera ser distinto según quién lo describa? Pues, así y por contraste, la virtud del parásito, en orden a la fijeza de su método, y reglas, no es menor que la del geómetra o el matemático, porque el parasitismo es siempre igual y estable en todas partes, admirable en su unicidad y permanencia doquiera que se ejerza. No hay sectas, ni heterodoxias, ni cismas entre los parásitos, que son concordes, consonantes, concomitantes y consistentes. De modo tal que no discrepan ni un punto en su ideario y, por si ello fuera poco motivo de respeto y reverencia, muestran una coherencia absoluta entre los fines que persiguen y las acciones que emprenden para alcanzarlos.
-No sé si os sigo hasta donde queréis que os siga, tened la bondad de ofrecer algún báculo a mis pobres entendederas, mi admirable señor parásito.
-Accedo. Lo que sobran son ejemplos. Os pido que pongáis atención. Sin duda habéis oído hablar de Esquines, el socrático, e incluso leído alguna cosa suya.
-Así es, en efecto. Recuerdo bien sus consideraciones sobre los gais en Atenas, antes llamados putos, o maricones.
-El mismo. Pero lo que le interesó más aún que rivalizar con Demóstenes fue vivir del mecenazgo de Dioniso, el riquísimo tirano de Siracusa. Y junto a él vivió de gorra hasta el final de sus días, gastando su ingenio en hacer más placentera la vida del poderoso. Que no es empleo para cualquiera.
-Tenía yo entendido que tal había sido el caso pero no de Esquines, sino de Aristipo.
-Y entendisteis bien, porque son casos gemelos y paralelos, en todo semejantes, lo que prueba la verdad de cuanto os dije sobre la coherencia admirable que caracteriza a los parásitos: Aristipo de Cirene aún sacó más provecho de Dionisio; diríamos que fue el parásito principal, el protoparásito de Siracusa, al archiparásito de la Trinacria toda, es a saber, de Sicilia. Sin olvidar al sujeto más famoso de todos: Aristocles.
-¿Aristocles, famoso?
-¡Oh, sí, más que famoso! Y vos también lo conocéis y apreciáis, aunque veo que ignoráis la coincidencia de nombres para una sola persona. Aristocles es el nombre verdadero y genuino del por casi todos llamado Platón, que se hizo famoso no por su nombre, como veis ahora, sino por su apodo, alusivo a sus dilatadísimas espaldas. Sabed que πλατὐς es voz de la lengua griega que vale por ancho y plano. Sucede, empero, que Platón, como verdadero filósofo, resultó incapaz de actuar como parásito competente, oficio, según vais entendiendo, reservado a poquísimos. Aristocles llamado Platón, pagado de sí, estuvo viviendo del gorroneo muy poco tiempo y no se marchó por voluntad propia, sino que fue expulsado por inepto en el parasitismo, un bochorno para la antigua y honorable profesión, que aborrece a los intrusos y aficionados zascandiles. Humillado, se esforzó, ya en Atenas, por lograr la perfección de que obviamente carecía. Lo hizo a conciencia, pero no le alcanzaron sus cualidades para lograr un propósito tan por encima de lo que es normal en los seres humanos: regresó a Sicilia, lo intentó de nuevo y de nuevo fue expulsado por incompetente. Tampoco el bilbilitano Marcial consiguió su visible propósito tras la muerte del emperador Domiciano, su valedor. Ni el eminente Voltaire con el gran Federico.
-¡Quién lo dijera! Sois un inagotable pozo de convincentes razones, mi señor parásito.
-La relación podría ser tediosa, de tan abundante. Eurípides fue parásito de Arquelao como Anaxarco lo fue de Alejandro, llamado Magno. Yendo más atrás, acaso el primer gran parásito, rey entre reyes, sea Néstor, gorrón perpetuo de la mesa del divino Agamenón, a menos que se nieguen las palabras del inmortal Homero.
-No seré yo quien las tuerza.
-Ni yo, amigo mío, que me parece que ya lo vais siendo. No varía el parásito ni con la mudanza del espacio ni con la del tiempo. En todo tiempo es igual y constante. Vos y yo podemos comprobarlo sin movernos de aquí, gracias a las licencias que nos han otorgado los Inmortales. Mirad, si no, la armónica elegancia del moderno presupuestívoro, la implacable impasibilidad del molusco gubernamental, que en el tiempo de los demócratas ya no busca tanto el cobijo del déspota cuanto el del Estado, adaptando admirablemente los preceptos del oficio a los requerimientos del medio histórico en cada momento. Consigue el puesto con sutiles artificios y, una vez en él, emite, como algunos moluscos, una sustancia firme y pegajosa con la que se une al empleo como el percebe y el mejillón se aferran a la roca: no hay oleaje que los desprenda ni temporal tan fuerte que pueda desasirlos del soporte que ellos mismo segregan, con grande e infuso entendimiento.
La abundancia de las burocracias nos ha permitido progresos que eran por entero impensables en la famosa, pero más bien desmedrada Antigüedad.
Hoy, cualquier pequeño Estado nutre a más funcionarios no ya que la Atenas gloriosa de Pericles, sino que el Imperio del Gran Rey persa y aun el de Roma. Son legión y entre ellos anidan familias enteras de parásitos, al amparo del número, diseminadas en diversas dependencias del Estado, que tiene tantas como para resultar innumerables y de imposible control.
-Hemos, pues, de felicitar a los hombres, por haber aumentado el número de estas gentes capaces y desenvueltas.
-Bueno, en este renglón preciso acaso no me vea yo tan conformado como pudiera parecéroslo. Porque el número, que inicialmente es asunto de mera cantidad, puede producir saltos cualitativos cuando experimenta alteraciones muy considerables. Es decir, que un vaso de agua de mar no es lo mismo que el océano, aunque ambos contengan la misma sustancia esencial y la diferencia en la magnitud pudiera solamente parecer variación de mera cantidad a un observador banal. Digo, con esto, que lo mucho puede resultar en peor, porque la abundancia de bienes no siempre acaba en bien.
-De nuevo me extravío: alumbradme.
-Mirad, si no, qué se ganaría con que todos los hombres fueran sin excepción tan ricos en oro como lo fuera el más rico de entre ellos. Sería el fin de la riqueza y el oro dejaría de tener valor, pues lo que todos tienen nunca es cosa de gran precio.
-Ya veo, es muy cierto.
-Pues de eso trato: ahora hay familias completas, de sangre o de ideas, que ejercen el parasitismo, lo cual ha redundado en su perjuicio y generado su decadencia. Ha nacido el ser presupuestívoro, con aspecto de mamífero, pero de mentalidad molusca, que vive con especialidad en los países regidos constitucionalmente. La desmesura ha ido ganando terreno y eso ha descabalado las cuentas y arrojado mala fama sobre el parásito, de suyo morigerado y prudente. No es que no los haya hoy a la manera antigua, pero se ven ampliamente superados por la variedad más reciente y populosa de los voraces e insaciables.
Lo tiene dicho hace un tiempo un escritor ahora poco leído, llamado Ventura Ruiz, que escribió para españoles. El neoparásito, por su aspecto exterior y su inteligencia puede clasificarse entre los gansos: apenas sale del cascarón se lanza furioso como un demonio al presupuesto y le pega cada picotazo que canta el misterio. Vive y muere al pie del presupuesto, como el buen artillero al pie del cañón. El señor Ruiz llegó a instituir un premio para quien resolviera esta cuestión, que resume bien las cosas en su actual estado: ¿el presupuesto se ha hecho para estos sujetos o se han hecho estos sujetos para el presupuesto? Como veis, aun llevando el mismo nombre, son cosa distinta y amenazadora.
Un gesto de tristeza subrayó sus frases afligidas. En ese punto tan digno de consideración estaban ambos cuando, por una rendija del continuo espaciotemporal, oportunamente abierta por Cronos, pasaron silentes, pausados y con aire de meditación profunda, tres entes etéreos, que andaban con ayuda de unos cayados y alumbrando el estrecho y empinado sendero con pequeños candiles de llama temblorosa. El escribano inquirió por su identidad.
-Son los espíritus de tres jueces, por nombres José Castro, Pablo Ruz y Mercedes Alaya –repuso el omnisciente parásito–, que los dioses amparen.
Van en busca de remedio por un áspero y anfractuoso camino, sin más ayuda que esos pobres bastones y unas tenues luces de linterna que apenas alumbran la atmósfera caliginosa.
En este mismo instante irrumpió en la escena un sujeto joven, con perilla y coleta, que dio un golpe sobre la mesa a la vez que prorrumpía en engolados improperios, con lo que concluyó la ensoñación.






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