La creación, desde los poderes públicos, de relatos dispares
sobre la trágica realidad de crisis económica, que tuvo su punto álgido con la
caída de Lehman Brothers, en agosto de 2008, o la pandemia COVID-19, desatada a
finales de 2019, sólo resultan explicables por el color del gobierno autonómico
o estatal identificable como autor de los mismos, ha vuelto a marcar la
actualidad política. Lo que se acaba de comentar, se materializa finalmente en
una sucesión de narraciones de lo que sucede en el espacio público casi
imposibles de contrastar por la ciudadanía.
Este predominio de la mentira, o la creación de argumentos y
comunicados alejados de la realidad, bien
merece una mirada crítica. El político de hoy ya no miente, sencillamente
construye realidades alternativas para el consumo de una ciudadanía de baja intensidad
democrática: escasamente formada e informada.
No se trata de buscar un acercamiento al “deber ser” de la
democracia. El objetivo se centra, antes al contrario, en construir un
análisis, abierto y en ocasiones claramente escéptico, sobre “cómo es” en este
momento la “práctica de la democracia”. Más allá del diagnóstico, se trata, en
realidad, de incentivar la recuperación de la condición de ciudadano partícipe
y responsable, esto es, una persona que no circunscriba su “libertad” a tantas opiniones
absurdas, carentes de fundamentación, y en muchos casos portadoras de noticias
falsas (el lector disculpará que no quiera emplear, por respeto a mi lengua
materna, la totalmente innecesaria expresión inglesa), localizadas en el
entorno de la inmediatez de las redes sociales.
¿Cómo se transmite lo que sucede en el ámbito público desde el
poder político? No es aventurado afirmar que, en una apreciable cantidad de
situaciones, la realidad es manipulada sistemáticamente, construida y
reconstruida, para que se ajuste a los intereses de cada cual. Así las cosas,
la verdad se convierte en un conjunto de informaciones que resulta imposible
contrastar.
Estamos en una sociedad de marcado carácter individualista.
Uno de los corolarios de esa condición es que la libertad de expresión se
concibe, ante todo y sobre todo, como la emisión de opiniones sobre asuntos de
los que, en muchos casos, se carece del imprescindible conocimiento. Así las
cosas, demasiadas veces brillan por su ausencia tanto la identidad cierta del
autor como las argumentaciones, más o menos documentadas y sensatas, que en
otro tiempo acompañaban, por lo común, a esas opiniones.
De este modo, y simultáneamente, la política real es dominada
por la tecnocracia que genera un
pensamiento único. Tal pensamiento es el que impulsa gran parte de las
decisiones públicas. Determinados hechos como, a modo de ejemplo, la reducción
del gasto público, no se pueden cuestionar. O, al menos, eso se sostiene. Se
precisaría, en una visión más sensata, un mayor diálogo entre la percepción
tecnocrática de la realidad y la propia de la gente común que se ve afectada
por esa adopción, casi robotizada, de decisiones. Hoy en día, en muchos casos,
la prejubilación de un trabajador la marca un mero logaritmo, de tal suerte que
los recursos humanos son cada vez más “recursos” y menos “humanos”.
La democracia es, por lo común entre nosotros, el cruce entre
la complejidad derivada de opiniones diversas, no siempre suficientemente
fundamentadas, y esa gestión, de dirección única y de naturaleza casi siempre
económica, que es la que realmente se acaba imponiendo en la escena pública. La
conexión entre política y economía se encuentra, ya desde hace mucho tiempo, en
el centro del debate intelectual.
Un ejemplo reciente es el de Grecia: la histórica elección
del Partido Socialista de Papandreu no evitó que este país fuera gobernado por
el directorio de los países centrales del euro. De nada sirvió su programa
electoral ni la libre participación del pueblo griego en las elecciones. Los
líderes de Grecia, en definitiva, habían perdido la autonomía para hacer la
política que les pudiera reclamar su pueblo. La crisis griega puso en primer
plano el condicionamiento de la política por la economía. No ha de olvidarse
que la deuda genera una espiral diabólica muy difícil de contrarrestar: a mayor
deuda, mayores tipos de interés, mayor desconfianza de los mercados y, en el
caso de la zona Euro, mayores presiones para el ahorro por parte de los socios
de la unión monetaria europea. La gran cuestión reside en dilucidar quiénes
deben financiar la salida de la crisis. Si algo genera una crisis como la de
Grecia es miedo, al poner en serio peligro casi todos los logros de nuestro
Estado de Bienestar.
En mi criterio, es tan cierto que democracia y capitalismo
han caminado siempre de la mano cuanto que los mejores momentos de esa relación
se produjeron en el último cuarto del siglo XX. El motivo es que en ese período
se alcanzaron las mayores dosis de equilibrio entre forma de Estado y modo de
organizar la economía. Lo que sucede ahora no es otra cosa, a mi modo de ver,
que lo contrario. Una sucesión de ataques del estricto neocapitalismo en el que
estamos instalados cuyo destinatario es la democracia. Un neocapitalismo que se
encuentra realimentado ahora por los efectos del COVID-19 con los mismos
síntomas que en la recesión de 2008: crisis económica, destrucción progresiva
de las clases medias, grave deterioro del tejido productivo, caída alarmante
del consumo y miedo generalizado en la sociedad.
En este contexto, se va imponiendo progresivamente una suerte
de pensamiento único materializado en una posición que tiende a la conservación
de lo que ya tenemos más que tratar de proyectarnos hacia mayores cotas de
progreso. Se va perdiendo la ilusión y la iniciativa por la consecución de una
sociedad de mayor desarrollo y se acepta incluso que el futuro será peor que el
presente. Así las cosas, las posiciones conservadoras tratan de combatir los
miedos “en y desde” el interior de las fronteras de los Estados.
Desafíos globales, como el cambio climático, requieren, sin
embargo, una más decidida y eficaz cooperación trasnacional. Si bien lo más
probable es que a medio plazo el Estado
siga siendo el protagonista principal de este tipo de acciones, es
imprescindible que sea capaz de asumir e interiorizar esta otra acción exterior
cooperativa imprescindible en mundo definido por la interdependencia.
Estas deformaciones de la realidad afectan, como se ha
señalado, a la economía, pero también a la ciencia. En ocasiones, las
conclusiones de los científicos, algunos de ellos profesores de universidad
reiteradamente premiados, también se ven condicionadas. Sólo así, puede hallar
una explicación causal la rectificación de algún científico galardonado al que
le ha delatado el enemigo común de las personas con repercusión pública que
tratan, o se ven obligados a, tergiversar la realidad: la hemeroteca. En tales
situaciones, bien puede decirse que el científico propone y el político, como
portavoz de los poderes fácticos, dispone. A nadie le puede escandalizar que
hablemos de casos de auténtica manipulación de la ciencia a manos de
inconfesados intereses. Si la investigación con financiación pública es cada
vez más débil, la privada, como el escorpión que siempre pica, se suele poner
al servicio del beneficio empresarial privilegiado, tanto en la norma como en
su aplicación, a manos de políticos sin escrúpulos.
Siempre ponemos el foco en las maldades de los poderes
económicos, pero nuestros representantes políticos no le andan a la zaga. Llama
la atención que en España dos expresidentes del Gobierno hayan tomado asiento
en los consejos de administración de las dos más grandes compañías eléctricas,
entre otros muchos casos, menos conocidos, de las denominadas “puertas
giratorias”. A lo anterior, han de añadirse manifestaciones el deterioro ético
en la actividad política, como sucede en los casos de transfuguismo y
“chaqueterismo”. En realidad, el problema radica en que no existe una nítida frontera
que separe el “interés general” del “interés del político y de su partido”.
Tal conflicto de intereses se resuelve, con demasiada
frecuencia, en favor del rédito electoral y del interés de partido. En
definitiva, al político le cuesta encontrar, al menos, espacios de intersección
entre el interés general y el interés del partido que apoya al gobierno.
Con todo, se trata ahora de poner también de relieve el
condicionamiento del científico por el político y de éste por el poder fáctico.
Y todo ello con el efecto de la propiedad transitiva de la teoría matemática de
conjuntos que, en este caso, relaciona al tercero (poder fáctico) con el primero
(el científico riguroso e independiente) cuyo trabajo vocacional y esforzado se
destruye sin escrúpulos gracias a la “inestimable intermediación” (nótese la
ironía) del político.
La historia contemporánea muestra un sistema de partidos en
nuestro entorno político cuya existencia y sostenimiento sólo se justifica
desde los objetivos relacionados con la democracia: la convivencia en libertad
y el bienestar de la ciudadanía.
Si aceptamos el anuncio bíblico de que “la verdad nos hará
libres”, se concluirá que merece la pena hacer un esfuerzo por recuperar la
esencia de los partidos políticos, en clave de ética (más allá de cualquier
formalismo normativo), transparencia y democracia. A ello habría que sumar una
ciudadanía verdaderamente exigente (con resultados visibles, como ha sucedido
en nuestro país con la ruptura del bipartidismo en las urnas) y formada en
valores cívicos y cultura constitucional (la asignatura pendiente de nuestro
sistema educativo que nos haga comprender que vivir en democracia conlleva
elementales obligaciones como permanecer informados o participar
responsablemente en la vida pública). El producto de dicha suma, me parece,
podría permitirnos recuperar la confianza en nuestros representantes y, a
través de ella, en la propia democracia.
Finalmente, y en lo que a la ciencia se refiere, una sociedad
desarrollada está obligada a formar y respaldar, moral y económicamente, a científicos
que merezcan ese nombre y, en general, intelectuales independientes, honestos y
de reconocida competencia, como los que colaboran habitualmente en este
excelente periódico digital que es La
Hora de Mañana.